Como te cuento una cosa… nro 71

 

Los textos que se viene publicando en las páginas de Claridad, son una selección de las crónicas del libro «Como te cuento una cosa…» con recopilación de temas escuchados, leídos, o vividos en nuestro país, en los últimos 60 años, o más…, incluyendo también vivencias en nuestra familia.

Ajuar a dos puntas

Preparando el casamiento con mi padre Carlos, mi madre, la Elsita (18 años), vi­vía en Tarariras y por correo seguía el noviazgo, dado que él estaba en Tacuarembó. Él iba a verla cada dos o tres meses, pero todos los lunes ella recibía, sin falta, la carta de «su Carlitos». Por este medio comenzaron los preparativos de su casamiento. Mi vieja, según me contó, comenzó a «hacer el ajuar», como se acostumbraba en esa época (hacer y bordar las sábanas, fundas, toallas, manteles). Se hacía así, de acuerdo con sus re­latos, porque no era tan común ni barato salir a comprar estos artículos ya hechos.

En una de sus cartas, Carlitos le propuso (enterado de sus costuras para el ajuar) que no hiciera los manteles, porque él tenía muchos. Después del casamiento, en los primeros días de convivencia, Elsita le reclamó a Carli­tos los manteles; entonces, este le mostró una bobina de papel del diario donde trabajaba y le dijo: «Te dije que no te preocuparas por los manteles porque yo uso para ello el papel de la bobina del diario y los cambio todos los días».

1951

Bizcochitos y trato dulce

Lo vi muy poco de niño al abuelo Carlos. Según nos contaron, él había te­nido una cantidad de oficios: había tenido taxi, almacén, había sido pelu­quero, y su último oficio fue de relojero. De cada uno de estos oficios, mi padre me contó muchas historias. Tengo un lindo recuerdo del abuelo, aunque retengo pocas imágenes en él hipocampo de mi cerebro. Creo que tengo más imágenes por los cuentos de mi padre y de mi tía Chichita que por otra cosa, dado que cuando murió yo tenía 4 años.

En aquella época existían unos bizcochitos que se llamaban «coquitos». El abuelo aparecía casi todos los días y nos llevaba esos confites de coco. Se había separado de la abuela Teresa y vivía solo. De niños apreciamos a las personas que nos prestan atención y lo que más recuerdo de él es justa­mente la dulzura para hablarme y cómo buscaba tener un diálogo conmigo.

1952

La vida es un circo

Un tío político, llamado Serviliano Rafael Molina y casado con mi tía Esther, era propietario y director del circo Eserre Molina. Los espectáculos circen­ses en aquellos años eran bastante comunes. Su circuito comercial consis­tía en ir presentando sus números artísticos en muchos pueblos y ciudades del interior del país. Molina era un argentino sanjuanino. Sus antecedentes artísticos registraban actuaciones en papeles secundarios en el cine de su país. Siempre se decía en voz baja en los círculos familiares: «Estuvo casa­do, antes que con Esther, con una hermana de Libertad Lamarque». No sé si el disimulo era por falsa modestia o por ser un pecado, porque tal vez no es­tuviera casado con mi tía, ya que en Argentina no existía el divorcio.

Los circos que recuerdo de entonces tenían los arriesgados saltos mor­tales de los trapecistas (yo, con 5 años, estaba enamorado de una trapecis­ta), también estaban los malabares, los payasos y algunos animales. Pero, fundamentalmente, el peso de la función eran las obras de teatro con las que cerraban los espectáculos. Las más repetidas eran: Cenizas de incendio y El lobizón. También se hacían obras de Florencio Sánchez y, por supuesto, Martín Fierro y Juan Moreira (o The sotreta man, como le dijera Fontana­rrosa). Otra característica de aquel circo era que regalaba juguetes a los niños en las funciones. Cada vez que pasaban por Tarariras, donde vivía mi familia, se aparecía el tío Molina con una bolsa de juguetes de regalo para mis hermanos y para mí. Y cuando el circo se iba de la ciudad, nos llevaba a nosotros los juguetes que habían sobrado. Por supuesto que teníamos can­sados a nuestros padres todos los meses con la pregunta: «¿Cuándo viene de vuelta el tío Molina?».

La familia, un sentimiento

De cuando fuimos niños pequeños solemos retener algunas imágenes, pero también ocurre que, cuando una anécdota fue repetida en la familia muchas veces, guardamos en la memoria algunas de ellas y no sabemos si son fieles o imaginadas. Tal es el caso de esta anécdota sobre el circo que tenía nuestro tío Molina.

Una característica de los circos de entonces era que, aparte del elenco estable —o sea, los trapecistas, los payasos, los malabaristas y hasta los porteros, supongo—, también formaban parte de las funciones algunos personajes del pueblo que quisieran y tuvieran predisposición por las ta­blas, y se los incorporaba a las obras de teatro incluidas en las funciones. También de mi entorno familiar salían extras. Tal fue el caso de mi tía Chi­chita y de mi primo Bebe. Nosotros fuimos una noche a una función del circo a verlos a ellos, nuestros parientes. Calculo que yo tendría 5 años. La obra era muy triste y recuerdo una escena en la que mi primo Bebe debía llorar como parte de su actuación. Yo, al verlo llorar, me puse también a llorar desconsolado y preguntaba: «¿Qué le hicieron al Bebe, mamá?». Mi madre me tuvo que sacar del circo para calmarme, pues seguía llorando desconsolado. Luego de un rato, cuando me convenció de que era «de mentira», volvimos a entrar a la función.  

 

1953

Sustos que matan

Cuando vivíamos en Agraciada (Soriano), mis hermanos y yo fuimos a la es­cuela pública del pueblo. Era un clásico de la zona oír gritar a los chanchos cuando eran carneados. Para mí era un lamento traumático, y me tapaba los oídos, pero igual los oía.

Recuerdo un juego-broma de esos años, que mucho tiempo después seguí viendo y escuchando en otras generaciones de niños y niñas. Nos poníamos frente a un condiscípulo y le hacíamos una pregunta rápida: «Cuando tu padre mató un chancho, ¿te asustaste?». Si decía que no, le aplaudíamos cerca de la cara y cuando parpadeaba por la sorpresa agregábamos: «Sí, te asustaste». Creo que se quería emular (según alguien me dijo), con el gol­peteo de las manos, el chillido del chancho cuando moría.

1955

Al parque voy contento

Viviendo en Agraciada (Soriano), había trascendido que en la ciudad cerca­na de Dolores se había instalado por algunas semanas un parque de diver­siones, con calesitas, rueda gigante (en realidad era chica, pero…) y otros juegos. Mi amigo y vecino Rodolfo, de 7 años, vino a contarme que su pa­dre le había prometido llevarlo el domingo a Dolores, porque había venido, según quiso explicarme, un «parque de contenturas».

El borracho y la niña bonita

Había una frase que yo escuchaba de niño: «¡Hay que votar la 14!». La oía sobre todo en las visitas a mi familia política, que comulgaba con las ideas de Luis Batlle, de la lista 15. Recuerdo que una vez le pregunté a mi padre, que estaba reunido con mi tío, por qué se decía eso. Mi viejo me contó en­tonces que la 14 era una lista integrada por viejos conservadores del Parti­do Colorado y que los de la lista 15 tenían ideas más de avanzada y por eso les hacían burla. Mi padre y mi tío político, después de mi pregunta, siguie­ron esos dos números en la quiniela durante un buen tiempo, hasta que al final acertaron y cobraron algo con el 14.

1956

Censura artística infantil

El tío Delmiro, familiar político por el lado materno, era uno de esos tíos muy nombrado y de muchas anécdotas: era un fanático de la lista 15, de Batlle, y hablaba y discutía de política con mi padre, aunque siempre en tono de broma. Cuando íbamos a su casa de visita, estaba siempre sentado en la cama matrimonial con sus piernas flacas cruzadas y con un ma­tamoscas en las manos. ­ Era muy común, casi una tradición, ir en Semana Santa y los guisos de bacalao eran un clásico de nuestra tía Nena (hermana de mamá y esposa de Delmiro). Un día, calculo que por 1956, me puse a jugar con unas herramientas que Delmiro tenía en el fondo de la casa. Mi juego consistía en entrelazarlas en forma artística; lo hice y me olvidé del tema. Unos meses después, volvimos a su casa y lo primero que preguntó Delmiro a mis padres fue si me habían dado instrucciones de armarle aquel arte con las formas de la hoz y el martillo. Esto, a su vez, estaba vinculado con una especie de sobrenombre que se le daba a su sector político: «co­munistas chapa 15». Nadie creyó que yo hubiera inventado ese arte, y tal vez yo lo había visto en algún lado, pero no lo hice con intenciones de nada. Igual fue tomado como una broma.

Ford T, equipado con 1HP extra

Era famoso por lo que «chupaba» el tío Delmiro. No había día, según con­taban, que no se lo viera de noche «mamado» volviendo a su casa. Tenía una cachila Ford T de bigotes (lo del bigote era por dos palancas colocadas unos diez centímetros debajo del volante, que servían como acelerador de mano una y como toma de aire la otra). Estaba la fantasía popular de que la cachila de noche era como un caballo para Delmiro, él se subía «mamado» y el Ford T lo llevaba solo hasta su casa.

¿Familia o S.A.?

Cuando trasladaron a mi padre a Conchillas para abrir otra sucursal del banco donde trabajaba, toda nuestra familia se mudó a ese pueblo, en el que vivimos dos años. Conchillas era de un tamaño parecido en población a nuestra anterior residencia, Agraciada, con unos quinientos habitantes, más o menos. Mi padre decía que en todos los lugares a donde íbamos au­mentábamos un 1% la población. La particularidad que tenía Conchillas era la construcción de las vivien­das. Estas estaban formadas por un solo rancho por cuadra, de aproxima­damente ochenta metros de largo, dividido en cuatro o cinco viviendas. Las paredes eran muy anchas y de piedra, y tenían como sesenta centímetros de espesor. Eran construcciones de finales del siglo XIX. Según nos conta­ron, el pueblo se fundó cerca de una cantera de la que se extrajeron las piedras para hacer el nuevo puerto de Buenos Aires. Los techos de estos ranchos eran de zinc, a dos aguas y pintados de rojo, y las paredes exterio­res pintadas de amarillo.

Nuestra familia estaba acostumbrada a mudarse muy seguido, era como la quinta mudanza que hacíamos. En esta oportunidad, había emigrado con nosotros una muchacha que ayudaba a mi madre: Isolina González. Ella tra­bajaba ya con nuestra familia en Agraciada y mis padres decidieron ofrecer­le que se mudara con nosotros. Tendría unos 18 años, y todos en la familia la queríamos mucho. Ayudaba con las tareas y también se encargaba de hacer las compras.

En aquella época era muy común que las compras de todos los días se hicieran anotando en una libreta que se pagara luego a fin mes al comerciante. Isolina iba todos los días a hacer «los mandados» y en el comercio le anota­ban lo que compraba y ella firmaba. Una de las veces que mi madre vio lo que tenía que pagar, observó que el nombre, con el cual Isolina firmaba, era: «Isolina González de Carbajal». Mi madre habló con ella y le explicó: «Isoli­na, tú no puedes poner en la firma “de Carbajal”, porque se puede inter­pretar que tú eres la señora de Carbajal». A lo cual ella contestó: «¿Por qué no? Si yo trabajo en lo de Carbajal, yo soy de Carbajal». Luego de un largo diálogo, entendió y aceptó no poner más ese anexo en su firma.

Al mes siguiente, se dio una situación parecida: mi madre fue a pagar y se encontró con la firma de Isolina, que esta vez había agregado al final un «S.A.». Volvió a hablar con ella y le preguntó: «¿Qué quisiste poner con lo que agregaste en la firma ahora: “Isolina González S.A.”?». E Isolina le res­pondió: «No sé, señora, pero vio que queda lindo el S.A., todos lo ponen en estos comercios».

1957

Venta y alquiler de gente

Estaba nuestra familia viviendo en Conchillas. Íbamos todos los días con mi hermano a la escuela de los salesianos en ómnibus. Esta nos quedaba como a cuarenta kilómetros, y se llamaba Paso de la Horqueta. En clase se había hablado de la escla­vitud. Nuestros padres, que siempre nos inculcaron no discriminar a nadie, nos habían sensibilizado con lo que había vivido los afrodescendientes en los Estados Unidos. Yo le conté a mi padre que en mi clase me habían hablado de que, desde la Edad Antigua, existían los esclavos «y que estos eran propiedad de los amos». Le hice entonces este comentario: «Qué increíble, papá, pensar que antes la gente se vendía», a lo cual él me contestó: «Sí, es cierto, pero mirá que ahora se alquilan».