Ariel Feldman
Las discusiones sobre el conflicto entre Palestina e Israel están saturadas de falacias y juegos retóricos. El vínculo entre Occidente y el Estado de Israel, marcado por el legado del Holocausto, juega un papel central en estos debates, incluso en la justificación del genocidio en curso.
Los sucesos en Gaza son la demostración simple y brutal de una realidad cotidiana en cualquier sociedad: que hay vidas que valen más que otras. Sin embargo, en el día a día eso no suele justificarse racional ni políticamente. Vivimos con ello, como puede cada uno. Con angustia, negación, indiferencia, militando políticamente. Pero cuando en un conflicto que implica identidades colectivas se justifica desde una instancia de poder la falta de valor de un tipo de existencia, es que estamos a las puertas o ya cruzamos el umbral de un genocidio.
En este momento, humanamente lo central es frenar el genocidio del pueblo palestino. Disputarle a Israel la prerrogativa de hablar en nombre de lo judío es central en esa tarea, y en otro artículo abordé la deformación y traición del judaísmo llevada adelante por el Estado de Israel que dice representarlo. Sin embargo, el judaísmo es ineludible en todos los aspectos de este conflicto, y pensarlo vuelve a ser central para permitirnos comprender parte de la dimensión de esta crisis.
Hay que entender que la centralidad que gana esta masacre, frente a las que hubo en Siria o en Uganda, no tiene que ver con una especial empatía global con los palestinos, sino por quién es el agresor. Se explica por el hecho de que es el autoproclamado “judío” Estado de Israel el que está cometiendo un genocidio en Gaza. Permitir un nuevo genocidio constituye una crisis civilizatoria ya de por sí, porque el hecho mismo habla de lo que podemos esperar del andamiaje institucional y político que organiza nuestra sociedad. Pero a su vez, este genocidio en curso genera una atracción trágica por la singularidad, repito, del victimario. Es central subrayar que lo judío como causa de la especial significación de la masacre que estamos viendo en Gaza nada tiene que ver con el antisemitismo, como intenta establecer la propaganda israelí y sectores de la comunidad judía en la diáspora. Lo medular es el hecho de que la gran víctima de la modernidad europea, los judíos, que estarían representados por el Estado de Israel, está cometiendo un genocidio en Gaza. Si bien el gobierno israelí señala que lo hace en nombre de lo judío y su derecho a la existencia, veremos cómo la destrucción de la vida en Gaza va a contramano del significado mismo de ser judío. Israel está, en cambio, encarnando esa vieja Europa retrógrada, capitalista y cristiana a la que, como señalara León Rozitchner, lo judío se enfrentaba con su mera existencia y que, por eso mismo, fue víctima de ella con persecuciones, progroms y finalmente con el Holocausto.
Es conocida la idea de que la Ilustración, el alma de la modernidad europea, aquella que encarnaba la confianza occidental en una razón humana atada a la lógica del progreso, de lo afirmativo, la esperanza en el dominio progresivo de la naturaleza a través de la técnica, la ciencia y la administración de lo humano, fue herida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial para finalmente morir en los campos de concentración. La Europa germano parlante encarnaba la cumbre de las capacidades civilizatorias que dicha razón occidental había podido alcanzar. La comunidad que había gestado a Mozart, Beethoven, Mendelssohn, Husserl, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Goethe, Max Planck, Einstein, Humboldt, y muchos etcéteras, fue la misma que estaba utilizando todas esas mismas potencialidades racionales, científicas, químicas, tecnológicas, artísticas, comunicacionales, no para desarrollar una mejor vida colectiva sino para perpetrar un genocidio con el sello de las capacidades de dicha modernidad. La significación del Holocausto frente a otros genocidios no estuvo dada por el hecho de quiénes fueron sus víctimas, sino por quiénes fueron sus perpetradores.
Filosóficamente, lo central es el victimario. Como señalara sobre el Holocausto Yeshayahu Leibowitz, teólogo y filósofo, conocido en su momento como la conciencia de Israel, “…nosotros no lo hicimos. Los que lo hicieron fueron los alemanes; por lo tanto es su problema”. Él lo señaló ante la evidente centralidad que el Estado le estaba dando a la víctima judía que decía cobijar. Era ganancia para las dos partes: eximía del foco a la culpable sociedad europea y permitía al Estado de Israel la apropiación del Holocausto, que fue central para la nazificación de los árabes y en particular de los palestinos, como veremos más adelante. Enzo Traverso señala que dicha apropiación hizo que el Holocausto deviniera una “religión civil”. De este modo se volvió discurso oficial, por lo tanto administrable, un dogma que no promovía la reflexión sino que era instrumentalizable para sostener la victimización de los judíos de forma extemporánea y poder así esgrimir una inexistente amenaza de aniquilamiento para justificar y lograr oprimir al pueblo palestino con la impunidad que brinda el halo de inocencia de ser la víctima eterna.
La fascinación occidental por Israel no se entiende centralmente por la culpa. La fascinación está dada porque el flamante Estado de Israel permitía la salvación de esa idea de progreso sobre la que se basaba la civilización occidental y cuya hegemonía estaba en una crisis terminal luego de haber sido clave en el genocidio judío. Israel fue fundado por ciudadanos europeos libres de culpa del Holocausto, incontaminados de la mancha oprobiosa, una última esperanza de la Ilustración que fuera aniquilada con Auschwitz. Israel fue para Occidente la conquista del desierto oriental, la colonización ilustrada de tierras bárbaras, unos cruzados que instauraban una democracia a la europea en tierra santa, el desarrollo tecnológico, el riego por goteo, la tecnología militar, la industria del software, el milagro económico de Medio Oriente. Primero como tragedia y luego como farsa. Israel utiliza todas esas capacidades, toda su razón instrumental, todo su desarrollo capitalista, occidental y judeocristiano, no para generar una comunidad próspera para todas las personas que habitan su territorio, sino para, en nombre de un sueño trasnochado de Ilustración revestido de choque civilizatorio, poner sus capacidades al servicio de la dominación y la inviabilidad de la vida de los palestinos. Los valores y conquistas de las libertades individuales que sí implicaba la modernidad, como son las conquistas democráticas y los derechos ciudadanos, son a su vez instrumentalizadas bajo la lógica de dicho dominio. La supuesta única democracia de Oriente Medio (donde las vidas de los palestinos de los territorios ocupados están gobernadas por Israel, pero no pueden votar autoridades de dicha administración), así como los derechos sexuales y de la mujer, son utilizados para justificar la destrucción de la vida palestina.
Vale recordar que los procesos de deshumanización son elementos centrales en todo proceso genocida: no se puede masacrar a alguien que tiene alma si creemos en las almas, o si lo consideramos persona o, en el mejor de los casos, si lo reconocemos como un par. Ese procedimiento de quitarle la prerrogativa de lo humano no se da de un momento a otro. Los judíos sufrimos un largo camino de deshumanización que luego se volvió planificada por parte de la sociedad europea nazificada en los campos de concentración. Fuimos víctimas del genocidio más aberrante de la historia moderna. Lo sufrimos hace un par de generaciones solamente. En 1929 Albert Einstein le escribió una carta a Weismann, quien luego fuera el primer presidente del Estado de Israel, en la que le decía: “Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos”. El desinterés de judíos israelíes y en la diáspora ante la masacre de gazatíes habla del proceso de deshumanización que sufren los palestinos hace años y, en consecuencia e indefectiblemente, de la pérdida de humanidad y una tendencia creciente a la pérdida de toda sensibilidad por parte de sus victimarios y cómplices. Es un proceso también largo, iniciado con la negación de la existencia de los palestinos en la tristemente famosa frase de los albores del sionismo político “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, que se volvió prontamente material con el proceso de colonización de un sionismo exclusivista que rezaba y reza que en un Estado seguro para los judíos no debía haber palestinos, aún si ese Estado se estuviera implantando por la fuerza en tierras pobladas, donde el problema del antisemitismo era insignificante. Einstein escribió esa carta frente a las políticas y tratos deleznables del movimiento sionista hacia la población nativa de Palestina ¡en 1929!, años antes de que se consumara la Nakbah y la limpieza étnica de 750.000 almas, antes del menos conocido régimen militar que sufrieron los palestinos-israelíes entre 1949 y el 1966, antes de la ocupación de los territorios en 1967, antes del drama de los refugiados, antes del Estado de apartheid en Jerusalem oriental y Cisjordania, antes del oprobioso e ilegal muro de separación, antes de las leyes discriminatorias aprobadas en el Parlamento israelí, antes del asedio y destrucción de Gaza y del llamado explícito al genocidio de varios altos funcionarios del Estado de Israel.
Cuando se analiza la historia de los actos institucionales de Israel, los legales y los bélicos, es fácil comprobar que sólo de manera derivada su problema fue con las organizaciones políticas y político militares palestinas. Su problema siempre fue la población palestina misma, pues un Estado exclusivista que se autodenomina judío y democrático precisa limpiar étnicamente su territorio para poder ser tal. Pero la limpieza étnica, hecho comprobado y reconocido internacionalmente en el reconocimiento de los refugiados palestinos, si bien crimen de guerra, no constituye un genocidio. Hoy, sin embargo, estamos en presencia de otra cosa.
Sistemáticamente se vandalizan los textos en árabe hasta que finalmente se la excluyó legalmente como lengua oficial.
El genocidio no se mide por su efectividad, porque lo central del genocidio es la intención de realizarlo, y por lo tanto su inminencia. No deberíamos acercarnos a su posibilidad siquiera. Por eso la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio tiene en su nombre el término prevención, pues la humanidad no puede permitirse esperar a que se realice para luego evaluar simplemente las sanciones. Por eso la voluntad de cometer un genocidio es uno de los elementos centrales para poder calificar una agresión como tal. Después del 7 de octubre el Ministro de Defensa israelí, afirmó: “Estamos luchando contra animales humanos”. Avi Dichter, ministro israelí de Agricultura, llamó a la guerra a ser la “Nakba Gaza”, el ministro Amihay Eliyahau sugirió como solución al “problema palestino” lanzar una bomba atómica en Gaza, diversos altos funcionarios denominaron nazis a los palestinos y señalaron su responsabilidad colectiva por el brutal ataque de Hamas, de lo que se derivaba la necesidad de la neutralización del colectivo responsable, no simplemente de una de sus organizaciones político militares. Lo sintetizó el vicepresidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas: «No hay inocentes en Gaza. Tal vez los niños menores de 4 años». Ese castigo colectivo se está llevando acabo centralmente por medio de un bombardeo indiscriminado, matando miles de civiles y destruyendo las más básicas condiciones para la viabilidad de la vida de los gazatíes, a la vez que el bloqueo absoluto del territorio, que afecta al cien por ciento de la población y no a los combatientes, está generando condiciones sanitarias y de hambruna con altísimo riesgo de muertes aún más masivas que las ya producidas por los ataques aéreos y terrestres. Por eso la denuncia de Sudáfrica tuvo un primer aval en las cautelares contra Israel de la Corte Internacional de Justicia, y especialistas como Luis Moreno Ocampo plantean la fortaleza del caso presentado.
Si alguien cree que no estamos ante un genocidio por la magnitud, porque un 1,5% de la población total no le es suficiente, que piense entonces en la construcción de una discursividad donde la vida palestina no vale lo que una vida humana. Esa visión, esa escala del valor de la vida, se apalanca en un largo proceso de nazificación de los palestinos. La nazificación de los opositores a las políticas sionista es una estrategia que se ha utilizado desde que la palabra “nazi” cobró su significación y potencia simbólica. El historiador Nur Masahla cita numerosas declaraciones y escritos de los líderes sionistas que a partir de mediados de la década del 30 analogaron el nacionalismo árabe al nazismo alemán. Desde ese momento hasta el presente ese mecanismo, esa industrialización del Holocausto como la llamó Norman Finkelstein, no dejó de utilizarse. La gravedad es máxima. El nazi es un monstruo frente al cual sólo cabe la eliminación, es irrecuperable. Y aquel que defiende a aquel que fue nazificado es a su vez un antisemita. O si sos judío, sos un Judenrat, un colaborador de los nazis. Es así que, como vimos más arriba, la administración del Holocausto como “religión civil”, del judío eternamente amenazado en su existencia, permitió que una potencia ocupante, con uno de los ejércitos más potentes y mortíferos del planeta, se apropiara e instrumentalizara al judaísmo para plantarse como víctima de sus colonizados. El epítome perverso de esa inversión que permite la nazificación de los palestinos la formuló la entonces Primera Ministra israelí cuando en 1969 en una entrevista en la televisión inglesa dijo: “Nunca perdonaremos a los árabes lo que nos obligaron a hacerles”. Son innumerables este tipo de declaraciones, pues son política de Estado. En medio de los actuales ataques a Gaza pudimos presenciar el espectáculo grotesco de la comitiva israelí yendo a la ONU a justificar sus crímenes de guerra con la victimizante estrella de David amarilla con que se marcaba a los judíos en campos y guetos.
La contradicción última de ese proceso de nazificación es que en realidad el movimiento sionista, aquel que apela al señalamiento de antisemitismo e identifica nazis en instituciones internacionales y movimientos sociales, en intelectuales y artistas, llevó adelante una lucha en absoluto heroica contra el nazismo verdaderamente existente. Como recuerda Ilan Pappe, era mayoritario en el movimiento sionista el autocentramiento en el proceso migratorio, de modo que no querían enemistarse con el gobierno de Hitler. El sionismo llegó a considerar un error el boicot declarado en la década del 30 por el resto de los judíos del mundo contra los nazis. Ben Gurion, padre fundador del Estado de Israel, dijo en ese entonces que “Al sionismo le corresponde las obligaciones de un Estado; por consiguiente, no puede iniciar una batalla irresponsable contra Hitler mientras él siga siendo el jefe de un Estado”. El movimiento sionista tuvo contactos con el régimen nazi hasta entrado el año 1937 para negociar la salida de judíos de Alemania de forma concertada, de modo que pudieran conservar sus bienes y llevarlos al futuro Estado. El historiador israelí Tom Segev afirmaba que los líderes sionistas sólo estaban interesados en salvar a los judíos que quisieran marcharse a Israel, y que tenían una actitud desdeñosa para con los judíos de la diáspora que, entrados los años 30, no se habían subido a la política sionista. Coincide con Ilan Pappe, quien señalaba que el abandono de toda estrategia de rescate de las organizaciones sionistas ante el inminente exterminio judío formaba parte de un repudio más amplio de la diáspora misma, cosa que se siguió evidenciando luego de la creación del Estado, que renegaba y reniega de “los judíos que fueron como ganado al matadero” frente a aquellos pioneros que emigraron a Israel para fundar el Estado. Es así que los levantamientos en campos de concentración y guetos, como el famoso de Varsovia, realizados por fuerzas de la resistencia que contenían muchos miembros antisionistas en su seno, fueron “sionisados” como política de Estado. Había que apropiarse de la figura del judío empoderado. Los alzados eran la expresión del nuevo espíritu judío de armas tomar frente a los millones que habían decidido dejarse matar.
Esto es lo que hizo y sigue haciendo el sionismo con el judaísmo, utilizarlo. Esa misma razón instrumental, que en su desbocamiento aplastó las fuerzas de la reflexión y develó su verdadero semblante en los hornos crematorios y en Hiroshima, es la que encarna Israel instrumentalizando al judaísmo, haciéndolo medio para otro cosa, medio para el dominio y la conquista como fin en sí mismo. Es así que el Estado de Israel y sus organizaciones sionistas satélites en la diáspora pueden estrecharse las manos con individuos y partidos de la derecha Europea y norte y latinoamericana, con marcadas posturas racistas en general y antisemitas en particular, siempre y cuando apoyen las políticas del Estado de Israel. Su lucha “contra el antisemitismo” no es otra cosa que la utilización del capital simbólico del judío galútico (sic) que en realidad desprecian, para justificar los horrores del sionismo. El supremacismo del sionismo desbocado genera fascinación en las derechas radicales occidentales, e Israel no ha dejado de abrazar dichos apoyos a costa de la lucha contra el verdadero antisemitismo, que es la lucha por la libertad, la igualdad y la justicia para todos los seres humanos.
El judaísmo nada tiene que ver con ese endiosamiento del poder y el dominio. La identidad judía fue siempre un otro del poder, una negatividad de la Europa imperial, retrógrada y racista. Poseedora de la experiencia en el cuerpo de la opresión, la identidad judía estaba sostenida en la resistencia a la violencia y en la reflexión, en el estudio de un libro no evangelizador, que no confería poder, que es absolutamente terrenal porque no promete un más allá, como recordaba León Rozitchner. En la tradición judía la festividad más significativa es la de Pesaj, en la que el pueblo judío festeja la salida de la esclavitud, una celebración de la libertad y el fin de la opresión que lo termina constituyendo como pueblo. Pueblo que luego se forjó durante dos milenios en la discriminación y la persecución que lo emplazaron indefectiblemente en el lugar de la negatividad frente al poder occidental y cristiano. No es casual el porcentaje de cuerpos y mentes rebeldes que dio el judaísmo, de Trotsky a Marx, de Rosa Luxemburgo a Walter Benjamin, de Zinóviev a Mordejai Anilevich, de Axelrod y Martov a Clara Zetkin. Nada genético, una identidad construida en una cultura de la resistencia. Por eso no hay que dejar de repetir que lo que vemos en Israel no es judaísmo, es más bien antijudaísmo, la transfiguración de una tradición de la resistencia en su opuesto fascistoide. Vale mencionar las excepciones. El sionismo, en tanto fue entendido como movimiento nacional de liberación de los judíos de su calvario europeo, tuvo representantes como Borojov, Buber y muchos otros, que entendieron que no se precisaba un inviable Estado exclusivista sino una convivencia justa en un Estado plurinacional y socialista con los palestinos. Pero nunca tuvieron posibilidades de que su línea se impusiera. Hay que decirlo: si bien hubo diversas corrientes dentro del cosmos sionista, la historia tuvo un solo sionismo verdaderamente existente, exclusivista y colonizador, que subvierte todos los valores humanistas del judaísmo. Podemos llamarlo Israelismo para rescatar a aquellos que creyeron y creen en un sionismo plurinacional y antirracista.
La victima ejemplar, cuyo genocidio dio origen hace tan poco a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948) se transformó por obra y gracias del secuestro identitario por parte del Estado de Israel, en el victimario ejemplar. Eso es lo que explica la trascendencia histórica de la masacre en Gaza. La tragedia del secuestro del judaísmo por parte de Israel eleva una pregunta traumática a todos, judíos y no judíos: ¿Qué podemos esperar del ser humano que somos, así, arrojado a la historia, si una comunidad que sufrió un genocidio hace un puñado de años, termina encarnando las lógicas, el vocabulario, la estrategia y los valores de quien fuera su verdugo para, ahora en posición dominante, poder destruir un pueblo, porque lo considera necesario y, sobre todo, porque puede. La capacidad o incapacidad de que esto que está sucediendo genere algo en cuerpos, reflexiones, sensibilidades y nuestras instituciones, posiblemente constituya un acontecimiento que nos va a marcar como civilización, una cesura. La conciencia de generaciones futuras va a preguntarse qué hicimos cuando nos tocó defender lo que queda de humanidad en la humanidad.
*Publicado originalmente en Revista “Jacobin”, 19/02/24.