Escribe: Fernando Aparicio *
El pasado 18 de mayo, en el acto conmemorativo de la batalla de las Piedras, el Tnte. Gral. Guido Manini Ríos, Cte. En Jefe del Ejército, y el Monseñor Daniel Sturla, Arzobispo de Montevideo, nos sorprendieron a través de una curiosa afirmación: ejército e iglesia serían las fundadoras de la Nación Oriental.
No abordaremos hoy el origen de la “nacionalidad” oriental, bien alejada por cierto de la construcción oficial y tradicional, elaborada a partir del último tercio del siglo XIX desde cierta intelectualidad, desde el Estado y desde la machacona transmisión del sistema educativo y los medios de comunicación. Nos detendremos sí, en la afirmación “disparada” por el Tnte.Gral y “consagrada” por el Monseñor.
Los antiguos romanos tuvieron su mito fundador: Rómulo y Remo, a través de quienes cuales la imaginación de aquellos habitantes del Lacio, olvidaba a las siete modestas aldeas y emparentaba su origen con la antigua Troya. Los militares uruguayos sostienen que el ejército de éste país se fundó aquel 18 de mayo de 1811. Su mito fundador se equipara casi al de los antiguos romanos.
¿Quiénes se enfrentaron aquel día? Tropas regulares españolas salidas de Montevideo, que respondían al Consejo de Regencia, fiel al rey Fernando VII y una milicia irregular que respondía a la Junta de Gobierno de Bs.As….fiel al rey Fernando VII. ¿Se sentirá incómodo por ello el Tnte Gral Manini Ríos?
Artigas padre de la Patria y 1er Comandante de nuestro ejército. Así reza el dogma militar y, al parecer a este dogma lo avala (¿consagra?) la iglesia y su Monseñor. La montonera artiguista fue una hueste seguidora de un caudillo. Desaparecido de la escena el caudillo -comienzos de 1820-, la hueste montonera subsistió. Parte de ella siguió al caudillo Fructuoso Rivera. Pero sabemos que el “Pardejón” sirvió al rey portugués primero y al emperador brasileño después. Y con él, también sirvió en ambos ejércitos ocupantes, parte de la antigua hueste artiguista, o sea: parte del “ejército” oriental. Al parecer –si nos atenemos a la ficción de Manini Ríos y sus antecesores- los 33 Orientales comandados por Lavalleja y Oribe, habría constituido el segundo capítulo glorioso del ejército “nacional”. Que el programa de la Cruzada Libertadora, además de romper con el imperio brasileño, tuviese como punto central, la unión con las Provincias Unidas -hoy República Argentina- tampoco parece incomodar a los uniformados “continuadores” de hoy.
Merced a complejas circunstancias (en las que mediaron luchas intestinas en las Provincias Unidas, intereses, presiones y libras esterlinas británicas) entre 1828 y 1830 nace el Estado Oriental. Pero la “nación” y su ejército al parecer venían de 1811.
Los “tenientes” de Artigas, y con ellos los fragmentos del “ejército”, que en realidad eran porciones de la hueste, tomaron rumbos políticos diferentes. Sobrevinieron las guerras civiles: Lavalleja contra Rivera, Rivera contra Oribe, Guerra Grande, regionalización e internacionalización. ¿Dónde estaba el “ejército nacional”? ¿Con Oribe, Gral de la Confederación Argentina y Pte. Oriental, peleando en territorio argentino, o con Rivera, peleando codo a codo con las legiones italiana y francesa, en el Montevideo más gringo que oriental?.
Por lo visto, entonces el ejército “nacional, era la expresión de la desunión nacional. No nos asustemos. No era así. Es que no había ejército nacional. Alejémonos del mito-dislate. ¿En cual de los bandos, blanco o colorado estaba el factor unificador uniformado? El verdadero origen de la institución militar, está en la guerra del Paraguay (1865-70) y en el militarismo (1876-90): Latorre, Santos, Tajes. Ahí están, sino los padres, los padrinos.
En el “civilismo” (1890-1903) el ejército, de nacional tuvo poco. Sí lo tuvo, de brazo armado del coloradismo “colectivista”. Ese papel –ejército de partido- fue el que cumplió en 1897 y 1904.
El batllismo, luego de sometidas las rebeliones saravistas, relegó al ejército en el plano presupuestal. Esto unido a la propensión conservadora de su cuadro de oficiales (la tropa no tiene incidencia), colocó a estos mayoritariamente en el coloradismo no batllista (riveristas, vieristas, sosistas). Esto se evidenció en el golpe terrista-herrerista de 1933 y en la subsiguiente dictadura. El ejército no fue el brazo ejecutor del 31 de marzo (lo fue la policía), pero dejó hacer. Poco apego demostró por el orden constitucional.
Cuando en 1935 un movimiento ciudadano intentó el pronunciamiento armado, en el cual algunos oficiales batllistas ofrecieron apoyo militar (a la postre frustrado), la institución militar estuvo al lado de la dictadura reaccionaria.
Intentó el ejército una mayor incidencia en la vida del país, en la coyuntura de la 2ª Guerra Mundial. Ridícula pretensión de ser garante de la soberanía ante cualquier amenaza, seria y remota proveniente del “Eje”, o más plausible, de la Argentina. No cuajó el servicio militar obligatorio, pero sí la instrucción militar voluntaria, la que acercó a muchos uruguayos a las instituciones armadas.
En tiempos de guerra fría, alineadas con los EEUU, recibieron todas las FFAA, migajas de, casi siempre obsoletos materiales bélicos, pero abundante instrucción “contrainsurgente” en la Zona del Canal de Panamá u otras escuelas norteamericanas. La Seguridad Nacional potenció en sus oficiales el ya arraigado anticomunismo y antiobrerismo.
Gustosos se prestaron durante las cada vez más frecuentes Medidas Prontas de Seguridad, como colaboradores en la represión antisindical, como rompehuelgas, o militarizando trabajadores. Lo más cercano es harto conocido. En la lucha anti-guerrillera actuaron como fuerza policial pues no hubo guerra, mal que les pese a engolados militares o mesiánicos ex guerrilleros. Luego actuaron como fuerza de ocupación contra buena parte de la sociedad uruguaya.
Hoy las FFAA, en las que absurdamente el ejército es el más “poderoso”, el más gravoso, y el más patéticamente inútil, buscan desesperadamente el reconocimiento ciudadano. Las misiones de Paz de la ONU, su labor en inundaciones o tornados, o rompiendo huelgas de recolectores municipales, no soslaya su reciente pasado de instrumento del terrorismo de Estado.
Por último: Los burócratas armados, que constituyen la peor especie de burócratas, detentan sublevantes beneficios jubilatorios (los oficiales, claro está), que los convierte en una verdadera casta privilegiada frente al conjunto de trabajadores uruguayos. Están dispuestos a dar su vida por la Patria, pero no a perder sus insolentes prebendas. Reivindican su continuidad con la montonera artiguista. Ahí sí encuentran continuidad institucional a lo largo de 190 años de historia. Pero los crímenes de lesa humanidad al parecer no los cometió la institución, sino alguno de sus antiguos integrantes “desbordados”. Algo curioso tratándose de una institución por naturaleza jerarquizada y disciplinada. Los actuales miembros del ejército (y de las otras fuerzas) en este caso no reivindican continuidad institucional alguna.
El origen en 1811 es simplemente un mito. La condición de casta privilegiada de su oficialidad y su inocultable responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad, son empero, una cruda realidad.
La afirmación del Cardenal Sturla tiene otro alcance. Por un lado contiene una verdad. Efectivamente la institución iglesia existe desde los orígenes mismos del Estado Oriental. Ello se debe a una obviedad. Es una institución pre-existente a este debido a que es una herencia del pasado colonial. Ahora, si el razonamiento de Sturla pretende deslizar la idea (y creemos que va en esa dirección) que debe buscarse en la iglesia católica una de las claves institucionales para entender los aspectos mas identitarios , y más positivos de la sociedad uruguaya, está profundamente equivocado.
La institución iglesia en el territorio Oriental nació y permaneció débil. Así fue en el periodo hispánico, debido sobre todo a tres factores. En primer término el carácter periférico de la Banda Oriental. En segundo lugar, la débil y peculiar composición socio-cultural de su población y, finalmente, las tempranas corrientes inmigratorias que, pese a provenir de países católico-romanos, llegaban a una tierra “laxa” en materia de religiosidad formal. Ese ambiente más “liberal”, contribuyó a que lo más rancio del catolicismo europeo no encontrase aquí un terreno especialmente abonado para echar raíces.
A lo antedicho debemos agregar otras características: La debilidad económica derivada de lo arriba señalado, y de la base ganadera y las formas de control de la tierra del sistema productivo oriental-uruguayo. Sin grandes bienes a su disposición, la iglesia uruguaya se movió en desventaja en el concierto latinoamericano.
En su discurso del 18 de mayo, el Arzobispo de Montevideo, recordó una vez más la militancia revolucionaria de varios clérigos en los primeros tramos del Siglo XIX; Larrañaga en primer lugar. El sacerdote porteño Valentín Gómez, fue el que luego del combate recogió la espada del derrotado José Posadas. Claro, cómo luego se convirtió en “centralista” y adversario del artiguismo, suele sacársele con facilidad del elenco de sacerdotes-revolucionarios.
Como no podía ser de otra manera, la iglesia uruguaya logró tardíamente su autonomía organizacional con respecto a las autoridades eclesiásticas bonaerenses. Debió enfrentar a obstinados elencos de pro-hombres, gravitantes en las esferas de gobierno, en la educación superior y en la prensa, de carácter liberal, racionalista y hasta positivista. Se adscribió en la segunda mitad del Siglo XIX al ultramontanismo del Syllabus (antiliberal, antirracionalista, anti-ateo y antisocialista, defensor de la infalibilidad papal). Perdió a partir de la década de 1860 todas y cada una de las batallas frente a las corrientes secularizadoras: cementerios públicos, registro civil, matrimonio civil. Se alzó contra el proyecto vareliano-latorrista de escuela pública al que contrapuso el de la educación católica.
Promovió sindicatos católicos según la matriz de la encíclica Rerum Novarum, y perdió en lo esencial su lucha frente a los sindicatos “clasistas” (anarquistas y en menor medida socialistas). Alentó la acción política defensora (precisamente en una lucha defensiva), de los católicos fuera de los partidos existentes, a través de la Unión Cívica sin lograr éxitos relevantes. Debió admitir no solo la total victoria secularizadora (contracara de su derrota) con la puesta en vigor de la Constitución de 1919, sino también avances singulares en la secularización cultural, de la mano de un batllismo que contó con diversos aliados librepensadores. La denominación de Semana de Turismo, para la cristiana Semana Santa, perdurable logro de secularización cultural, es algo entendible y reconocible únicamente en la sociedad uruguaya que siempre opuso resistencia y siempre tuvo sus intelectuales defensores, relevantes y perserverantes.
¿Cuáles son los “activos” que pueden enumerarse en la conformación de un “avanzado” Uruguay en el Siglo XX? Tempranas leyes de divorcio (cada una de ellas más liberales) a las cuales la iglesia se opuso tenazmente. La educación pública laica (la que durante décadas congregó a la inmensa mayoría del alumnado nacional) a nivel de primaria y secundaria, se completó con una única Universidad: la estatal, única hasta 1984. Ahí está buena parte del sustrato cultural de ese país tolerante y avanzado, inimaginable (otras sociedades latinoamericanas lo atestiguan) si el catolicismo hubiese tenido la influencia en la educación que siempre pretendió. Desde los años finales del Siglo XIX, la iglesia católica abogó por el apoyo económico oficial, para sus instituciones educativas. Hoy, avanzado el Siglo XXI, la pretensión reaparece bajo distintos formatos y a través de distintos actores políticos y sociales.
Las avanzadas leyes sociales y laborales, que marcaron al primer y segundo batllismo, sabemos sobradamente que fueron “fogoneadas”, “picaneadas” por un activo y clasista movimiento sindical y sectores políticos, batllistas y de izquierda. No contaron esos avances con la iglesia católica en cuanto a sus impulsores. El relativamente temprano voto femenino, tampoco fue bien visto por la iglesia uruguaya. Veía en la politización de nuestras mujeres, un posible alejamiento de sus “naturales” obligaciones y preocupaciones hogareñas y familiares.
Sin haber resuelto totalmente (lejos se está de ello) lo que se ha denominado “la 1ª. agenda de derechos”, el presente siglo nos enfrenta a la “nueva agenda de derechos.” ¿Cómo se ha ubicado la iglesia católica ante ella? Contraria a la ley de despenalización del aborto, contraria al matrimonio igualitario (en tanto atentatorio –según su visión- de la “familia”, base de la sociedad y de la cristiandad). Aunque con menos énfasis que otras iglesias del continente, la iglesia de Monseñor Cotugno ayer y la de Sturla hoy, se opuso o desalentó el uso del preservativo, pese a su invalorable papel en contrarrestar las enfermedades de transmisión sexual y la propagación del HIV. Pretende debilitar la presencia del Estado en la educación sexual, apelando a la “inviolabilidad de la autoridad familiar.” Desliza y presiona constantemente para que los programas de enseñanza contemplen la enseñanza de las religiones. En supuesta clave de igualdad, para abrirle a nuestros niños y jóvenes la “dimensión espiritual”. Interpreta la neutralidad filosófica como hostilidad anti-religiosa.
Miremos el continente: Argentina (tan parecida a nosotros y tan diferente a la vez), exige a sus Presidentes, pertenecer a la comunidad católica. El divorcio recién se alcanzó en la década de 1980. En países como El Salvador o Nicaragua, de fuerte catolicismo popular, y de fuerte influencia de la institución iglesia católica, el aborto está prohibido en cualquier circunstancia. Las derrotas sucesivas de la iglesia uruguaya explican la diferencia.
En definitiva: sí, la iglesia católica hunde sus raíces en los orígenes de la orientalidad. Eso sí, nunca se alineó con las causas más avanzadas de la sociedad uruguaya.
Egresado del IPA. Estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (México). Docente de bachillerato en Educación Secundaria e instituciones privadas. Ex docente del Departamento de Historia Americana de la Udelar. Co-autor de Amos y Esclavos en el Río de la Plata (2006), y de Espionaje y Política (guerra Fría, Inteligencia Policial y Anticomunismo en el Sur de América Latina 1947-1961) 2013. Autor de Basilio Muñoz: Caudillo blanco entre dos siglos (1980), y de La Construcción del Puerto de Montevideo: el definitivo ingreso a la modernidad (2010).