Anécdotas y recuerdos de una vida uruguaya

El humor en la vida diaria de los uruguayos ha estado, y está presente todos los días, en todo el territorio: en un diálogo en la calle con un conocido o amigo; en una frase en la pared del baño de algún bar; en un autoadhesivo en el vidrio de un automóvil; en un muro; en las emisoras de radio; en la prensa; en un dicho de un niño o niña; en el trabajo (si habrá material aquí), etcétera. Pero también, al viajar, nos sorprendemos del humor existente por el mundo, y ahí nos damos cuenta de que el humor llegó, sin lugar a dudas, con nuestros antepasados migrantes.

No soy un experto en el tema, pero me animo a afirmar, como ya lo he repetido, que el humor nuestro de cada día vino mayoritariamente con los españoles, aunque también con los tanos, los ingleses e inmigrantes de otras nacionalidades. No creo en esa teoría de que los nacidos aquí somos apagados y tristes, a lo sumo podemos ser más sobrios o formales en las comunicaciones.

El texto que sigue a continuación recoge anécdotas que fueron escuchadas o vividas a lo largo de muchos años de una vida uruguaya y las transmito tratando de ser fiel al humor que cada una de ellas conllevaba.

1950

Isolina Núñez hablaba de amor

Luego de que sus hijos hicieran nuevos nidos, abandonaran su casa y dejaran cuartos libres, doña Clementa, como manera de ayudar en la economía doméstica, alquiló alguna pieza de su vivienda, en Tarariras, Colonia.

En esa época y según su vida austera, ella controlaba todos sus gastos. No se tiraba nada a la basura, todo se reciclaba. Se ahorraba en el uso del agua, en las luces y hasta en la corriente eléctrica que podía gastar un aparato de radio.

Su inquilina, para poder realizar tareas en los fondos de la casa, como lavar o tender la ropa, acostumbraba a escuchar la radio a alto volumen.

Escuchaba todos los días en la radio, a las 14:00 horas, una comedia. Clementa apoyaba su oreja en la puerta que comunicaba con el cuarto de la inquilina y aprovechaba a escuchar la comedia (o «la novela», como se le llamaba) sin gastar su corriente eléctrica. Un día, a la hora de la comedia, a la inquilina se le olvidó encender la radio. Entonces Clementa le gritó fuerte, con su marcada y característica voz extranjera, a través de la puerta: «¡Vecinaaa!, ¿no escucha la novela hoy?».

 

Dale bomba al primus

Agostino y Priscilla, después de varios años de matrimonio y debido a constantes enfrentamientos sobre los gastos originados en la casa, habían decidido, por necesidad, vivir bajo un mismo techo pero dormir en cuartos separados. Compartían servicios como el baño y la cocina, aunque cada uno usaba sus utensilios. Tenían para cocinar un solo primus a kerosene y se habían marcado horas de uso.

Tenían también una forma particular de usarlo. Este hecho se había dado como consecuencia de que uno de ellos no le ponía nunca kerosene al primus. Después de usarlo, cada uno le sacaba el combustible y le entregaba el primus vacío al otro para que lo usara.

 

¡Ahí la tenés, y no me jodas más!

Otra de las disputas de Agostino y Priscilla tenía que ver con una herramienta de la chacra que ambos trabajaban y que era su sustento.

 

Concretamente, surgió la polémica por una rastra de dientes que usaban para el arado de la tierra.

Ellos primero habían vivido en el campo y con el tiempo se radicaron en Tarariras. Pero siempre el «lavoro» que les daba sustento, era lo sembrado en el campito, así como la venta de algún animal que criaban. Ordeñaban también diariamente, para su consumo, a una vaca lechera.

Un día, a la vuelta del campo, Priscilla le dijo a Agostino: «No vi la rastra hoy por ningún lado, ¿dónde la guardó?». Agostino le respondió: «Está guardada en el galpón, debajo de unos fardos».

Días más tarde el diálogo se repitió, en esta oportunidad en un tono más fuerte:

—Busqué la rastra donde me dijo que la había dejado y ahí no estaba.

—Mujer, le dije que está ahí, ¿adónde la voy a llevar?

—Yo busqué y ahí no estaba. Usted la debe haber vendido y se gastó la plata.

Agostino se quedó callado. Al otro día, se levantó temprano y se fue solo en el carro para el campito. Volvió temprano en la tarde y Priscilla no estaba en la casa, había salido a hacer unos mandados. Cuando volvió, se encontró con la rastra arriba de la cama.

 

1952

Silbando bajito

Mi padre, Carlitos para su familia y amigos, el Tata muchos años después para sus nietos, a los 30 años trabajaba en un escritorio de rematadores encargándose de las tareas administrativas. El hijo del dueño del escritorio, Nelson Osinaga, competía en automovilismo en la categoría Fuerza Limitada. Tenía además una avioneta en la que a veces se desplazaban por temas laborales. Le contó Nelson a mi padre que su madre tenía mucho miedo cuando él piloteaba la avioneta y que en uno de esos ocasionales vuelos le pidió: «Ay, m’hijo, qué peligroso eso de la avioneta, andá bajito y despacito por lo menos».

Y Nelson le comentó a mi padre: «Lo que me pide mi mamá es bien como para que me mate: ¡bajito y despacito!».

 

¡Tomá mate y avivate!

La vinculación de mi viejo con todo lo relacionado con la Iglesia católica hizo que cultivara una gran amistad con el cura párroco de la iglesia de Tarariras. Lo recuerdo a este cura, al que conocíamos con el nombre de Bartolo, como muy canchero y chistoso. Un día, enviaron a Bartolo a un encuentro religioso en el Vaticano y se quedó unos meses haciendo cursos y ejercicios espirituales. A la vuelta de su periplo por la santa sede, le hizo los cuentos a mi viejo, que nos los trasmitió luego a nosotros.

 

 

Durante los primeros días que vivió en el Vaticano, y por su costumbre de tomar mate, era mirado con desconfianza por uno de los obispos que supervisaba al grupo de los curas sudamericanos.

En uno de sus contactos con los «sudacas», se acercó el obispo y ante la sospecha de que hubiera «algo raro» con aquella costumbre, le preguntó qué era lo que hacía, con esa vasija con un cañito. Bartolo le respondió que era una infusión y lo informó sobre la historia de esa costumbre.

El obispo igual siguió sospechando y miraba de reojo la «ceremonia del mate».

Otro de esos días, no se aguantó con la curiosidad y quiso comprobar él mismo qué había en la infusión, y le pidió que lo convidara con un mate. Bartolo, antes de dárselo, le revolvió bien la bombilla, lo llenó de agua fría y luego se lo dio a probar. El obispo sorbió unos tragos y, luego de degustar aquel líquido amargo y comprobar que no se producía en él ningún cambio de conducta, quedó tranquilo y le dijo: «Está bien, padre, siga con esa mortificadora penitencia».

Hoy, con papa argentino, esa historia hubiera sido distinta.

 

1954

Rompecabeza

Mi padre trabajaba como gerente de una sucursal del ex Banco del Interior, en Agraciada (Soriano).

Todos los días, cuando volvía de trabajar, le contaba a mi madre algún hecho de los acontecidos en su jornada laboral.

Generalmente, las anécdotas estaban relacionadas con la gente que iba a solicitar un crédito, o a hacer alguna otra gestión, y pedían para hablar con él.

Siempre se daban en el banco conversaciones distendidas con los clientes, sobre todo en el interior del país, donde esto era casi una obligación.

Con mis hermanos escuchábamos con mucha atención los cuentos de nuestro padre. Un día, relató la historia de un cliente que había ido a pedir un crédito para hacer un panteón familiar en el cementerio de un pueblo cercano, ya que en Agraciada aún no había. Cuando este cliente fue a hacer la reducción de los restos de su abuelo, fallecido unos años antes, se presentó en el cementerio con los papeles y documentos necesarios a hacer el trámite y se estableció este diálogo con el encargado:

—Sabe que no vamos a poder darle los huesos para hacer la reducción de su abuelo.

—¿Por qué no?

—Mire, no lo tome a mal, pero tengo que contarle algo: el problema es que, desde hace unos años, no tenemos mucho espacio en el cementerio y lo que hemos estado haciendo es poner los cajones de los fallecidos en una misma pieza. Hicimos una pila con los cajones, uno arriba de los otros, y con el tiempo se ha ido pudriendo la madera de los cajones de abajo, se caen los de arriba, y ahora hay un entrevero de huesos, que no sabemos de quiénes son.

—¡Pah! ¡Qué macana! Pero yo no le puedo contar eso a mi familia. Bueno, mire, vamos a hacer una cosa, usted deme un juego de huesos y ¡ya está!

 

Dos pájaros de un tiro

Por estos años en el pueblo Agraciada habitaban, según el último censo, unas quinientas personas. Mi padre decía, haciendo referencia a nuestra familia, de cinco integrantes, que habíamos aumentado con nuestra llegada un 1% la población del pueblo. Otro comentario que hacía era que la Junta Local era una fuente de trabajo muy importante para la zona. Esta funcionaba como opción para pagar compromisos políticos dando trabajo y colocando a gente conocida.

En estos años, según decían, la Junta del pueblo tenía cincuenta funcionarios (un 10% de la población). Por lo menos, se podía comprobar que los funcionarios trabajaban bastante bien, porque las calles estaban impecables, bien barridas, y los árboles bien podados. El arbolado tenía una particularidad: eran y son hasta hoy (creo) todos limoneros.

Cuando llegó la época de las elecciones, se aceleró la necesidad de construir un cementerio, que, por otra parte, posibilitaba crear dos puestos públicos más (dos votos más). Pero, según las normas vigentes, se necesitaba que hubiera un muerto para recién después poder designar a los dos funcionarios para los nuevos cargos: el de cuidador y el de enterrador. Se esperó como ocho meses la muerte de alguien, pero nadie fallecía. Entonces, ante la inminencia del vencimiento de los plazos legales para «colocar» a aquellas dos personas, por aquello de que « en año electoral no se pueden crear cargos», llevaron, según trascendió, a un fallecido prestado de Nueva Palmira, aprovechando que nadie había reclamado el cuerpo, para así poder poder asignar los nuevos cargos.

1959

Estabas en «capilla» Haedo

Con mi hermano Mario, aparte de ir al colegio de los capuchinos, en la ciudad de Maldonado, participábamos en distintas actividades de la parroquia: Acción Católica, catecismo, Scout católicos, y también éramos monaguillos.

Una de las tareas en esa función, consistía en ir algunos domingos a la capilla situada dentro del complejo La Azotea, que pertenecía al político blanco Eduardo Víctor Haedo.

Ayudábamos en la misa que oficiaba el padre Evaristo. Este era un cura capuchino argentino, contestatario, muy simpático y con mucha cancha.

Evaristo deslumbraba con su personalidad campechana, que lo llevaba a que fuera conocido en la comunidad con el mote de Cura Gaucho. No estaba nada de acuerdo Evaristo con ir a oficiar misa a La Azotea, porque, según sus palabras: «Es una vergüenza, es una puesta en escena dar misa en un lugar donde hay hasta prostitutas pagas en las instalaciones de la misma». A mí me gustaba ir a esa misa, más allá de que teníamos que levantarnos temprano en domingo, porque era un paseo y porque además Haedo siempre nos compraba números de rifa a beneficio de nuestra escuela.

Recuerdo que un 25 de diciembre al mediodía fuimos con el cura Evaristo a oficiar una misa. Una vez terminada, salimos de la pequeña capilla y en el parque de la casona se acercó a nosotros Haedo a saludarnos y a felicitar al cura por la misa, y le dijo: «Muy linda su misa de Gallo, Evaristo. Le voy a pedir si puede venir también a darnos otra de estas misas del Gallo ahora, para fin de año». A lo que el cura Evaristo, con mucha simpatía y cancha, le contestó: «Mire, Haedo, usted sería mejor que se confesara en vez de pedir misa del gallo para Año Nuevo».

Igual, Evaristo elogiaba a Haedo como político: «Él se opuso a la instalación de las bases militares de los Estados Unidos en Uruguay». Cuando volvimos a nuestra casa y le conté a mi padre lo ocurrido, se rio mucho y me dijo: «Es un bandido ese Haedo, pero como ministro aportó mucho a nuestra cultura, ya que logró la creación de la Facultad de Humanidades y también de la Comedia Nacional…».

 

1960

«Mi hijo Benito pierde una vaca y gana un chivito»

Por estos años vivíamos con mi familia en la ciudad de Punta del Este, muy cerca de Maldonado. Una historia parecida a la de la milanesa a la napolitana, creada por casualidad y de origen argentino, fue la del chivito uruguayo. Este fue inventado por don Antonio Carbonaro, dueño del desaparecido restaurante El Mejillón, para solucionar con lo que tenía a mano la comida que le solicitó una clienta.

Se sabe que la clienta que propició el origen de la receta era una canadiense que estaba recorriendo América. Le pidió a don Antonio un «chivito», comida que ella debía haber consumido en alguno de los países que venía recorriendo. Como Carbonaro no tenía carne de chivo, probó con lomo de vaca y le inventó el plato con los demás ingredientes conocidos. Fue tan resonante el éxito de su invento y la alabanza que hizo sobre él la clienta que lo incorporó inmediatamente a la carta de El Mejillón.

Con mis padres en esa época íbamos a ver espectáculos de música en el edificio San Miguel y algún otro escenario, donde disfrutamos a los artistas brasileños Vinicius, Maysa Matarazzo y otros. Luego íbamos a comer a El Mejillón, que nos quedaba muy cerca. Mi padre conocía al dueño, cliente del banco donde él era gerente. Lo que más nos gustaba a todos era el plato de mejillones a la provenzal. Nosotros, que habíamos vivido hasta ese momento en otras regiones del país (norte y oeste), donde se consumían pocos frutos del mar, preferíamos aquellos mariscos a la provenzal, que eran una novedad para nuestro paladar y nos resultaban un plato exquisito.

Muchos años después, en un intercambio estudiantil en el cual participó uno de nuestros hijos, vivieron unos meses en nuestra casa unos estudiantes canadienses y quedaron sorprendidos por el nombre «chivito canadiense». Por supuesto, les fascinaba esa especialidad y eran fanáticos del chivito, pero no sabían por qué podían llamarse canadienses, dado que para ellos esa comida era totalmente desconocida.