Una nueva Marcha del Silencio interpela al Estado sobre Justicia, Verdad y Memoria frente a crímenes de Estado

 Fotografía Camaratres

 

 

Escribe Raúl OLIVERA ALFARO

Coordinador Ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu

La sentencia dictada por la Corte Interaméricana de Derechos Humanos (CIDH) en el 2011 por la desaparición de María Claudia Garcia de Gelman, condenó al Estado uruguayo a hacer lo que es reclamado por las víctimas del terrorismo de Estado cada 20 de mayo en la marcha del silencio. En aquel 2011 ya no gobernaban los partidos que habían sido sostén de la impunidad, gobernaba, contando con mayorías parlamentarias, un conjunto de fuerzas políticas en cuyas filas se habían padecido los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado.

Esos dos elementos: un gobierno progresista y con mayoría parlamentaria, explican la expectativa de que al impulso de lo que ordenaba la Corte IDH,esa vez el Estado destinaría los esfuerzos de todas sus instituciones para poner fin a la impunidad existente.

Esa situación, sin duda planteó un desafío para el Estado y un sistema político que hasta ese momento, con matices, había actuado en la lógica de los límites impuestos por la impunidad, establecida por una ley  aprobada bajo presión de las fuerzas armadas y posteriormente ratificada en un referéndum y un plebiscito. Y era también, un desafío para las víctimas y las organizaciones defensores de los derechos humanos.

¿Cuáles eran los desafíos para las organizaciones defensoras de los derechos humanos? Era construir una herramienta de lucha que nos permitiera actuar en ese nuevo escenario. Un escenario que incorporaba, de manera sustancial, al sistema judicial, este dictamen superior de la CIDH, y teniendo en cuenta un dato importante: que los gobiernos siempre se muestran poco inclinados a enfrentar a las instituciones armadas, como lo demuestran las vacilaciones en aprobar una ínfima limitación a los privilegios de su sistema provisional.

Esa nueva herramienta intenta ser el Observatorio Luz Ibarburu que actúa con un doble propósito: operar sobre el sistema judicial y los otros poderes del Estado, y contribuir a fortalecer a la sociedad civil de manera que esta tenga la mayor capacidad posible para neutralizar una previsible poca voluntad del sistema político de cuestionar y terminar drásticamente con la impunidad.

Unificar en un instrumento de lucha la experiencia del movimiento sindical, las visiones de otras organizaciones de la sociedad y el aporte de la academia, no es soplar y hacer botellas. De ahí, hacer que se cumplia la sentencia de la Corte IDH, se transformó en uno de los ejes principales de una estrategia que continúa en curso hasta el día de hoy.

A nivel del Estado, las respuestas que se ensayaron para cumplir (o para hacer parecer que se lo hace) con la sentencia, fueron y siguen siendo titubeantes y carentes de eficacia. Proliferaron organismos, comisiones, secretarías, grupos de trabajo, etc., con los que se intentó aparentar que existía voluntad política de cumplir con el sistema interamericano, pero que en la realidad se mostraron ineficaces, justamente por una notoria ausencia de voluntad política de persecución criminal de los terroristas de Estado. Esto quedó de manifiesto en las recomendaciones del relator especial de Naciones Unidas y en la no comparecencia del Uruguay a la audiencia de la CIDH de mayo del 2017.

A nivel parlamentario, desoyendo una propuesta desde la sociedad civil, se aprobó una ley que debía tener el propósito de solucionar algunas dificultades jurídicas previsibles, como la no aplicación la Ley de impunidad y de otras normas internas excluyentes de la responsabilidad penal, como la prescripción, cosa juzgada y obediencia debida. Sin embargo, en realidad la ley aprobada terminó siendo – salvo quizás en uno de sus artículos - funcional a las estrategias de impunidad.

Efectivamente solo el artículo que restableció la pretensión punitiva a la que se había renunciado con la ley de impunidad, hasta ahora no ha sido tachado de inconstitucional por la Suprema Corte. .

Ante esta nueva expresión de la sociedad civil, como lo es la marcha del silencio, es importante realizar una reflexión sobre el papel de las organizaciones de la sociedad civil frente a crímenes de Estado, que no es otra cosa que la constatación de las omisiones de los Estados.

Esta reflexión es importante, en razón de que a una sentencia de la SCJ que en el 2009 - con otra integración - dictaminó la inconstitucionalidad de la ley de caducidad en razón del valor de las normas internacionales, le sucedieron a partir del 2013 otras sentencias declarando la inconstitucionalidad de dos artículos de la Ley 18.831 al que le siguieron pronunciamientos sinuosos, según la integración de la SCJ. Y a que actualmente existe en el máximo órgano del Poder Judicial una mayoría contraria a la constitucionalidad de la ley que declara de lesa humanidad e imprescriptibles los delitos del terrorismo de Estado y ello constituye una seria amenaza para el futuro y que frente a ese hecho, el sistema político guarda silencio mientras que el tiempo pasa.

Esta reflexión también debe incorporar el tema de la llamada justicia de transición, ¿De qué se trata esa problemática?

Hay un periodo entre los regímenes autoritarios y las «democracias» restauradas, que se ha dado en denominar «de transición». Si bien es cierto que dichas transiciones tuvieron sus particularidades y especificidades en los distintos países, resulta  interesante analizar, aunque sea muy esquemáticamente, ese fenómeno en el Uruguay, y así poder entender y explicar algunos aspectos poco o insuficientemente analizados. Entre ellos la llamada «justicia de transición».

Aceptar una denominación que puede implicar la existencia de una justicia recortada, es una visión, un camino al que los esfuerzos de los sectores más consecuentes de la defensa de los derechos humanos nos deberíamos negar a transitar pasivamente. En el Uruguay, existió una suerte de justicia de transición que buscó por todos los medios abstenerse de la persecución penal de las graves violaciones de la dictadura durante muchos años. Para legitimar esa opción, desde el poder estatal se argumentó que así se facilitaba una transición política pacífica. La aprobación de la Ley de la Caducidad de la pretensión punitiva del Estado, fue la más importante herramienta jurídico - política para que no existiera una persecución penal. Los reclamos de verdad y justicia de las víctimas, siempre estuvieron en conflicto —de mayor o menor intensidad— con los esfuerzos que desde el Estado y el sistema político se realizaron para abstenerse de buscar la verdad y emprender la persecución penal. El precio de la paz que debía pagar la sociedad, se argumentaba por los defensores de la impunidad, era la ausencia de justicia. Una política de persecución penal consecuente y eficaz, se afirmaba, desencadenaría nuevas violencias y ponía en peligro una transición política en paz. Hoy corremos el riesgo de que ante una mayoría inclinada a favorecer la impunidad en la SCJ, la ausencia de estrategias contraria a ello del sistema político y el paso inexorable del tiempo, se instale una suerte de lógica que implicaría un renunciamiento a la justicia.

Durante el transcurrir de la transición, la lógica de esa suerte de justicia transicional, en el pasado más reciente, buscó proporcionar los medios jurídicos y políticos para que ella encontrara los caminos más adecuados para que la gestión del pasado se realizara en el marco de la reconciliación entre el poder militar y el poder civil.

Ese proceso se intentó y por largo tiempo se logró realizar, obviando que el restablecimiento de los principios democráticos, necesariamente pasa por resolver una condición básica para un Estado de derecho: la necesidad colectiva de conocer la verdad en pos de la justicia.

Algunas visiones han pretendido para una supuesta comprensión de ese periodo, construir un relato supuestamente equilibrado del mismo. Según ese relato, el arribo a una «democracia» que se transa con los sectores autoritarios en el poder, implica inevitablemente aceptar que ese arribo a un estadio democrático significa en mayor o menor medida una subsistencia de resabios del estadio autoritario. Esos son los costos, el precio que hace posible esa transición. Ese era el único camino que aseguraba la coexistencia armónica entre pasado y presente, aun al costo de haber generado una naciente desconfianza respecto al Estado y sus instituciones.

De la mano de ese relato, ese periodo histórico se reparten responsabilidades casi equitativamente entre los dos demonios: la subversión de los civiles y la respuesta de los militares. Para ellos, el golpe de Estado fue una intriga palaciega y no una acción violenta, y que fue más o menos violenta en sus inicios y desarrollo posterior, según la resistencia que internamente o desde el exilio político se le oponía.

A partir de esos discursos, el 22 de diciembre 1986, pocos tiempo después de reinstalada la democracia, la mayoría del Parlamento aprobó la Ley Nº 15.848 de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, por la que se estableció que los delitos cometidos por los integrantes de los servicios de seguridad de la pasada dictadura no fueran objeto de juicio y castigo.

Junto a la aprobación de esa ley de impunidad se inició una operación por la cual en Uruguay producto de excesos habían ocurrido apena una decena de desapariciones de personas, y se ignoraba otras conductas criminales de la dictadura. Fue el inicio de una operación política que a lo largo de muchos años se esforzó por excluir de toda consideración la tortura, los asesinatos políticos y la violencia sexual. Recién en el 2017 se produce el único, hasta hoy, procesamiento por tortura y no existe ninguno por apropiación de menores.

Los hechos que dieron origen a la ley de caducidad y a la lucha por su eliminación se explican por la forma en que se desarrolló la transición en el Uruguay. En ese periodo el conjunto de contradicciones y desafíos que estuvieron planteados para la reciente reinstalada democracia se condensaron en la problemática de cómo gestionar su pasado autoritario frente a unas fuerzas armadas que mantenían un poder detrás del trono.

La movilización por la defensa de los Derechos Humanos aún en dictadura fue la más importante expresión de desobediencia civil frente al orden militar. De esa manera y hasta la actualidad, además de su carácter humanitario, es una reacción de la sociedad civil estrechamente vinculada a la existencia hasta nuestros días de resabios de autoritarismo mediante amenazas a defensores de los derechos humanos y actuación de los servicios de inteligencia sobre las organizaciones sociales. Fue y es un desafío emergente que se instaló en nuestra sociedad y una acción de denuncia a la inacción estatal frente a los efectos del despotismo militar.

De ahí que el tema de los derechos humanos, se instauró como un referente de la acción a todos los niveles de la lucha democrática. Eso es lo que está, una vez más en el orden del día, en esta nueva marcha del silencio y es la consigna que la convoca.

Desde hace muchísimos años en el Uruguay se inició una operación desde el poder estatal para forzar al olvido a la sociedad. Las experiencias límites que había vivido la sociedad, operaron durante mucho tiempo como un mecanismo más de bloqueo de la memoria colectiva e individual. Esas situaciones que han vivido en forma colectiva las sociedades víctimas del terrorismo de Estado -ya sea en la inmediatez de los asesinatos, las torturas, los secuestros, las desapariciones, o en su conciencia diferida hasta su constatación-, tiene significados particulares según se ubique cada ciudadano, cada sociedad

Para las victimas sobrevivientes más directas, el olvidar puede en algunos casos ser vivido como el «descanso», la «paz», luego de largos periodos vividos de extrema tensión. Hasta podría aventurarse que para algunos, el olvido se pudo vivir como la «seguridad», luego de la incertidumbre que generó el terrorismo de Estado. La dictadura y sus prácticas inhumanas dejaron una sociedad con ciudadanos saturados de lágrimas y sufrimiento. Y es sobre ese legado que desde el poder del Estado de las recientes democracias reinstaladas, se la bombardeó con interrogantes amenazadoras: ¿Qué objeto tiene revivir el dolor del pasado? ¿Por qué insistir en revivir un tema que divide a la sociedad y nos quita la paz de los espíritus? El repetido «hacé la tuya» de las políticas neoliberales de los años 90, «viví el presente», además de un himno al individualismo, fue también una forma de restar sentido al pasado. Cuando la sociedad uruguaya estuvo inmersa en ese escenario y esos debates de qué hacer con su pasado reciente, las organizaciones de la sociedad civil y las víctimas tuvieron que resolver aquel desafío, tratando de integrar el pasado en un escenario que no era muy favorable. Era un escenario donde los que olvidaron por opción de conveniencia política quisieron hacer olvidar a los que no querían ni podían olvidar. Se invocó a «Razones de Estado» y al mantenimiento de una «paz», para imponer la lógica del olvido y la impunidad que se había transado y pactado como condicionante del «proceso de transición». En cada uno de los países que en Latinoamérica padecieron procesos dictatoriales, la transición tuvo sus características, sus especificidades, pero en muchos aspectos con un denominador común: no resolver su pasado de acuerdo a las normas y estándares internacionales

Con los medios y la fuerza que otorga ese poder de los Estados, la propuesta del olvido jugó con la inocencia del hombre común agitándole los fantasmas del miedo, para que la memoria individual termine destrozando los recuerdos de la memoria colectiva. Esta marcha que puebla nuestra principal avenida, es un acto más de resistencia a eso.

En ese escenario subsistieron, aunque marginados y cada día más ignorados, los memoriosos, los testigos del terror, las conciencias acusadoras que representaban para las estrategias del olvido un peligro a conjurar. Para ello se intentó acallar a los militantes de derechas humanos y para ello los condenaron al silencio en la mayoría de los medios de difusión.  

En la lucha contra la impunidad se torna imprescindible hacer valer aquellas normas del derecho que fueron creadas con el esfuerzo de la sociedad civil en todos esos años, justamente para impedir su perpetuación. En ese marco y con ese horizonte se desarrollan hoy desde el Observatorio Luz Ibarburu, diversas estrategias a nivel político y judicial.

Se trata desde la sociedad civil de articular un nuevo esfuerzo colectivo que permitiera darle continuidad a una lucha de larga data en esta nueva etapa en la que debe transitar el Estado uruguayo si no quieren incurrir en responsabilidad internacional.

Tenemos la firme esperanza de que la actividad del Observatorio como espacio de acción social, trascienda la lucha por las consecuencias del terrorismo de Estado y se constituya en una experiencia, un esfuerzo de unidad permanente de aquellos actores sociales que deben tener un rol fundamental en el proceso de la lucha por los derechos humanos en su integridad.

Ese esfuerzo concentrado en el Observatorio Luz Ibarburu se articula impulsando normas, políticas públicas, comprobando dificultades y denunciando carencias u obstáculos, que vamos detectando tanto jurídicas, administrativas, de diseño institucional y específicamente de visiones y posicionamientos políticos. Dicho de otra manera, desarrollamos una herramienta desde la cual juntamos esfuerzos y  experticias para reclamar el acatamiento que Uruguay debía dar a la mencionada sentencia de la CIDH y a sus obligaciones internacionales.

Si no existen sociedades civiles fuertes y dinámicas, no hay garantías de democracias fuertes. Todos los avances en las políticas públicas de derechos humanos que existieron han sido el resultado, fundamental y principalmente, de las víctimas y las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Todos esos avances se realizaron casi sin recursos económicos, con el esfuerzo humano de víctimas y defensores de los derechos humanos y en contra de políticas del Estado que por muchos años apostaron a mantener la impunidad.