¿Ganó la izquierda?

Jorge Ramada 

Pasaron las votaciones y comienza un nuevo escenario político en el país. Muchos analistas de diferentes países señalan que Uruguay va a tener un gobierno de izquierda. ¿En qué medida será así?

No me gusta reflexionar sobre la realidad política en términos de “izquierda y derecha”, sino más bien en función de los intereses de clase que se mueven detrás de los diferentes grupos políticos. Pero está claro que quienes manejan el poder -los grandes capitales, los dueños de los principales medios de difusión, los altos mandos militares, entre otros- apostaban al triunfo de la coalición. En ese sentido, podemos decir que perdió la derecha. O al menos que perdió su plan A, porque seguramente tienen un plan B para seguir manteniendo sus privilegios.

No se puede negar que el triunfo del progresismo se basó -y fue festejado- en los sectores populares, especialmente de las zonas urbanas, como lo muestra el mapa de las zonas en que tuvo mayor apoyo. Por tanto, no cabe duda que el gobierno progresista debería responder a los reclamos y necesidades de esos sectores. Tampoco cabe duda que la magnitud de esa respuesta va a depender en buena parte de la movilización de esos sectores y la presión que ejerzan sobre el gobierno. Que no se trata de “poner palos en la rueda”, como se quejaron algunos dirigentes en gobiernos anteriores, sino más bien de picanear (con perdón de la palabra) a los bueyes para que apuren.

Haciendo un paréntesis: los palos en la rueda seguramente van a venir de los sectores que se sientan (o piensen sentirse) afectados. De los políticos de la coalición y de los que manejan el poder. Aunque éstos tienen muchos recursos y es de esperar que busquen apoyo dentro del gobierno, ya sea por convicción de algunos o también “aceitando” dirigentes para conseguir lo que busquen. Y hablando de esto último, ¿podemos esperar que los ofrecimientos de comisiones o similares, muy propios de quienes se presentan a licitaciones, sean transparentados para que la gente los conozca?

Siguiendo con el paréntesis, el primer choque que ya se está produciendo es con los promotores del proyecto Neptuno. El gobierno se ha apurado a allanar el camino para aprobarlo antes del fin de su período. ¿Puede haber alguna duda de que este apuro es para asegurar la “mordida” que deben haber ofrecido Saceem y compañía a más de uno? Del interés de la gente o “del país” ya no se habla. Sobran argumentos para mostrar que el proyecto es inconveniente no solo desde el punto de vista ambiental, sino porque no sirve como solución a la escasez de agua potable en períodos críticos y además es carísimo. El tema es que, si de todos modos lo ponen en marcha antes de marzo próximo, no deberíamos aceptar que “los compromisos asumidos se van a cumplir” como dijo alguno de los asesores de Orsi, salvo que se trate de los compromisos con el pueblo y los trabajadores. Proclamar, como lo han hecho el presidente y la vice-presidenta electos, que “la prioridad es Casupá” no significa de por sí decir que el proyecto Neptuno no será llevado adelante, aunque en estos meses se lo intente poner en marcha. Es claro que, si se suspende, el consorcio al que fue adjudicado va a reclamar por “daños y perjuicios”, “incumplimiento”, etc. y pedir indemnización. Pero es muy probable que asumir los reclamos económicos de los promotores de la obra, si se resuelve suspenderla, sea más barato que asumir el costo que durante años iría a recaer sobre la OSE.

El tema de la calidad del agua es uno de los principales problemas ambientales que tiene el país, pero no es el único. Desde la organización sindical, la academia y organizaciones preocupadas por el cuidado del ambiente se plantea cada vez con más fuerza que el modelo productivo está en la base de la insostenibilidad del desarrollo. Pero el modelo productivo sigue consolidándose. No se frena la expansión del área forestada y nadie desde la actual oposición cuestiona el anuncio de la instalación de la 4ª planta de celulosa. Tampoco se pone en primer plano la limitación -al menos- del uso de agrotóxicos, con lo que el modelo sojero seguirá floreciendo mientras los precios sean favorables. Ni que hablar de los problemas ambientales que trae la proliferación de plásticos, mientras unos pocos siguen enriqueciéndose con la basura que generan y unos muchos tratan de sobrevivir con lo que puedan rescatar de lo que queda tirado. ¿Podemos considerar “de izquierda” a un gobierno que no le hinque el diente a fondo a estos problemas? Porque hincar el diente a fondo implica atacar intereses poderosos para favorecer a los más afectados, que en los casos mencionados son los productores familiares, los trabajadores rurales que se intoxican, los que no pueden comprar agua embotellada si se pudre la de OSE, los clasificadores de residuos de todo el país.

Volviendo a los reclamos y necesidades de los sectores populares, en qué medida y con qué profundidad se contemplen va a ser una indicación de cuán “de izquierda” será el nuevo gobierno. La pobreza infantil es una de las prioridades, pero para superarla en serio hay que sacar de la pobreza a las familias en que están, lo que implica generar puestos de trabajo bien remunerados, mejorar las condiciones de vivienda y la atención a la salud, entre otras cosas. El gobierno propone generar crecimiento económico como premisa para combatir las desigualdades. Sin embargo, el tercer período de gobierno del progresismo se encontró con un crecimiento económico limitado (pero crecimiento al fin), pero no pudo mantener los puestos de trabajo que se habían generado antes y no pudo profundizar políticas como la de salud y vivienda. Ni que hablar de la situación en el campo, donde siguieron profundizándose la concentración y extranjerización de la propiedad de la tierra. El crecimiento económico de por sí no alcanza para revertir las desigualdades. Para que “los más infelices sean los más privilegiados” hay que enfrentar al privilegio ya existente. ¿No será entonces que combatir las desigualdades debería ser la premisa para promover el crecimiento económico?

El futuro ministro de economía pone en primer plano la macroeconomía, la responsabilidad fiscal, lo que asegura estabilidad y -por supuesto- atracción de nuevos inversores. Todo dentro de la lógica del sistema, la lógica del capital, que no la imponen los pequeños o medianos capitalistas del país, sino el capital monopolista y financiero. El que controla las principales actividades económicas del país; por poner ejemplos: el complejo forestal, los frigoríficos, las bebidas incluyendo el agua, los grandes supermercados. Los que cada vez piden más exoneraciones y presionan para que no se les aumenten los impuestos.

Si realmente ganó la izquierda, debería cuestionarse esta lógica, porque su consecuencia es la concentración de la riqueza, con su secuela de pobreza, marginación y segregación social. No solo cuestionarla, sino explicarla a esos sectores en que se apoyó el triunfo electoral y que son los que seguramente van a estar en primera línea si hay que responder a los ataques de la derecha.

Me temo que si los cambios se mediatizan aparecerán nuevos descontentos, azuzados por supuesto por los que no quieren que se toquen sus privilegios que, desde el primer día del nuevo gobierno -y desde antes también-, van a empezar a conspirar para recuperar para sus representantes los puestos que ahora perdieron.

Hay propuestas alternativas a las que han predominado en los equipos económicos del progresismo. Pienso por ejemplo en los trabajos de la Red de Economistas de Izquierda en los comienzos de este siglo. Pero sobre todo hay que convencerse de que no van a ser el gran capital, los grandes inversores, los que den solución a los problemas sociales más urgentes. No van a ser sus dioses intocables, el mercado, la propiedad privada. Van a ser los trabajadores y su capacidad para sumar a los sectores medios que muchas veces pueden ilusionarse con los brillos del capital pero que a la larga terminan en su mayor parte desplazados.