Carlos Viera
Para muchos es un hecho gratificante que la opinión pública tenga en sus manos un tema de hondo sentido social para debatir y resolver. Vivimos en una sociedad, lo que supone que los ciudadanos aspiren a satisfacer sus demandas básicas y los gobernantes anhelen poder arbitrar los recursos para atenderlas. Pero existen otras percepciones, según las cuales el plebiscito es un problema y la virtud de un gobernante es convencer que no se puede. No estamos ante una demanda desmedida, porque cuesta entender que alguien discrepe con que la pasividad mínima se iguale al salario mínimo, o con que no es deseable trabajar más años para cobrar menos durante menos años, o que exista la obligación de entregar la mitad del aporte a las AFAP que lucren quedándose con el 20% y brinden misérrimas rentas jubilatorias, capitalizando sólo el 80% restante. El relato es que están, por un lado, los “héroes” que se jactan de lograr que la gente acepte y hasta agradezca el recorte en sus ingresos o en sus derechos, con tal de que, haya en el largo plazo, dentro de 50 años, la seguridad de seguir cobrando. Por otro lado, los “villanos” que plantean irresponsablemente soluciones utópicas, sin respaldo técnico, cargadas de “populismo”.
Pongamos las cosas en su contexto. Los tres puntos que se plantean en la papeleta, no quieren ser una reforma integral al sistema, como se ha dicho. Son postulados básicos para el régimen jubilatorio, que es sólo un aspecto de la seguridad social. El Plebiscito es la respuesta de la gente al rumbo planteado desde 1996, cuando invocando solamente el efecto adverso de la variable poblacional sobre la sustentabilidad financiera del BPS, se socavó el sistema de reparto, se debilitó financieramente al BPS, se incorporó al relato la idea de una crisis inminente que no era tal. En realidad, lo que se negaba era la pertinencia del aporte estatal y el carácter redistributivo y solidario del sistema. En la reforma del 2023 se extiende y acelera ese rumbo, se profundiza el debilitamiento financiero del BPS, en el corto y mediano plazo, con repercusiones en el déficit fiscal y endeudamiento del sector público. Cesar el lucro en la seguridad social (tema de innegable materia constitucional) es la alternativa radical, pero responsable, para frenar ese rumbo y la que otorga espacio y tiempo para una verdadera reforma de la seguridad social.
Nadie se hizo cargo de que la reforma de 1996, no solamente fue mala, sino que además fracasó estrepitosamente, aun cuando se la juzgue en su propia lógica. Fracasó la capitalización individual, porque estaba diseñada como ajuste regresivo. En efecto, en tanto el BPS al pagar cada prestación recurría a tres vertientes financieras, la del propio trabajador, la del empleador y la del Estado (aproximadamente 1/3 cada parte) el tramo de capitalización sólo se abastece con el aporte del trabajador, y encima menguado en un 20% por la existencia del lucro. La expectativa de una prestación igual o mayor que la brindada por el BPS, carece de racionalidad, tal como fue demostrado por el evento protagonizado por los ‘’cincuentones’’. En realidad, es como si el Estado le dijera a los trabajadores: “queda garantizado el pago de la mitad de tu jubilación, para ello echaremos mano a tus aportes, a los de tu empleador y a los del Estado, por la otra mitad te arreglás como puedas con la AFAP, solo con tu aporte personal”.
Pero además, fue notorio el fracaso de la estrategia utilizada para contener el déficit del sector público, que según se sostenía, estaba presionado al alza por la creciente asistencia financiera al BPS. Para evitar un déficit alto (7% del PBI) al cabo de 50 años, estando al informe actuarial del BPS, se lo somete a una tensión financiera insoportable al corto y mediano plazo. El desvío de recursos genuinos que cada año tiene lugar, por las transferencias de aportes desde el BPS a las AFAP, fue creciendo y ronda los 1400 millones de dólares en el 2023. Cabe preguntar: si estos recursos antes se aplicaban al pago de pasividades, ¿cómo se financian éstas ahora? La respuesta está en la ley, que establece que las AFAP deben invertir un alto porcentaje del fondo que administran, prestándolo al Gobierno Central. En buen romance, el Gobierno toma prestado lo que era su propio dinero, pagando intereses y con ello cubre el mayor déficit del BPS. Solo por pago de intereses de deuda pública a las AFAP, se puede estimar que el déficit fiscal consolidado del sector público, tiene una carga adicional anual del 0,5% del PBI. Ello se suma al efecto limitante sobre el gasto público, resultante de afectar 1,7% del PBI en lo transferido anualmente a las AFAP. En suma, presión alcista sobre déficit fiscal y sobre el endeudamiento del sector público. Al mismo tiempo el aumento del aporte estatal al BPS, es factible que le genere miradas acusadoras. ¿Y todo esto para qué? Para que, transcurridos 40 años las finanzas del BPS estén equilibradas y entonces habrá recursos a ser aplicados a erradicar la pobreza infantil. Es patético. Así fuera bueno, no lo es, pero si lo fuera, el sistema implantado no resiste la transición. Se menciona que destinando 350 millones de dólares anuales se podría atemperar la pobreza infantil. Resulta que estamos dedicando anualmente una suma mucho mayor para un resultado vidrioso, porque hacia el tan largo plazo, el mundo va a ser otro, el país va a ser otro, la tecnología impondrá enormes cambios.
Los que afirman que la propuesta que se plebiscita no tiene financiamiento se equivocan en gran medida, o se hacen los distraídos. Quiero pensar que desconocen el tema antes de pensar que operan con mala fe. En el corto y mediano plazo, de acá a 15 años, al cesar la sangría por las transferencias a las AFAP, los balances del BPS serían superavitarios, aun cuando de los 1,7 puntos del PBI rescatados, 0,6 se apliquen al ajuste de las pasividades mínimas al salario mínimo del momento. El aumento gradual en el pago de prestaciones mejoradas al retomar el nivel BPS, se asimilará con el también retorno gradual de los fondos previsionales que acumulan las AFAP, totalizando a la fecha más de 22.500 millones de dólares. Y lo más importante es que una fracción de los impuestos afectados que hoy, dada la existencia de las AFAP, van al BPS, podrán tener otro destino hacia políticas sociales, quedando a mayor resguardo los equilibrios macroeconómicos.
Capítulo aparte son las exoneraciones. Sin entrar a discutir la validez de las mismas, lo que sí es imperioso con honestidad técnica, es imputar su costo a la generalidad del gasto público y no al sector específico sobre el que recaen. Procediendo así no atribuiríamos al BPS falencias financieras sobre las que después se basan políticas de ajuste.
Por último, una mirada al pasado nos muestra un BPS debilitado pero que siguió en pie. Queda en evidencia que la variable demográfica no fue la determinante. De hecho, los pronósticos catastrofistas realizados en 1996 para justificar el ajuste, no se cumplieron. En el período 2004-2016 aumentó el PBI, aumentó el empleo y más que proporcionalmente aumentó la formalización laboral. El número de cotizantes en el BPS aumentó 55% y ello no fue ajeno a medidas de política como la implantación del FONASA.
Una mirada al futuro, requiere atender con mucho detenimiento el conjunto de variables incidentes, cuyo desenvolvimiento no está ajeno al proyecto de país que se tenga, particularmente en relación al avance tecnológico. Ningún sistema de seguridad social será sostenible a menos que se contemple el aporte del capital favorecido por la mayor productividad del avance tecnológico.