Venezuela en disputa*

 

Valerio Arcary

Las elecciones venezolanas dividen a la izquierda global, pero el verdadero conflicto no es por la democracia, sino por el control del petróleo y la soberanía

La polémica sobre el resultado de las elecciones venezolanas divide a la izquierda internacional. Pero la disputa no tiene que ver con la democracia. “Quien juega con fuego puede quemarse”, enseña la sabiduría popular. Si la oposición de extrema derecha se impone, que nadie se engañe, no dudará en utilizar el poder para garantizar un programa de choque de privatizaciones y persecuciones. Tampoco hay que resumir el conflicto como una lucha entre chavistas y antichavistas. Hay quienes no se identifican como chavistas, pero denuncian la campaña para derrocar al gobierno como reaccionaria y, por tanto, reconocen la victoria del PSUV. La inmensa mayoría de quienes denuncian que Nicolás Maduro ideó un fraude y debe aceptar la derrota no son ni remotamente de izquierda. La cuestión fundamental es el petróleo. Venezuela es un país independiente, o lo más parecido posible en el mundo contemporáneo, lo cual es intolerable para EE.UU. La alternativa real es la soberanía nacional o la recolonización. Quienes en la izquierda están convencidos de que ha habido fraude, por la razón que sea, deberían preguntarse por las consecuencias de un gobierno de extrema derecha.

No hay dictadura, stricto sensu, en Venezuela, pero tampoco un régimen liberal-democrático. Lo que es ineludible es que la alternativa a Maduro es la oposición neofascista. Edmundo González es la marioneta de María Corina. Ella, a su vez, es una marioneta de EE.UU. Si llegan al poder, el destino de Venezuela será similar al de Irak hace veinte años: un protectorado estadounidense. Entonces, lo más probable es que haya una dictadura y posiblemente una guerra civil, porque el escenario de resistencia armada ante la promesa de privatizar PDVSA y encarcelar a los líderes chavistas parece ineludible. La disputa no es por la transparencia electoral, sino por el control de PDVSA. No se trata de equidad electoral. La extrema derecha no tiene ningún compromiso con la democracia liberal. Tiene una alianza inviolable con EE.UU. y, en particular, con Trump. Detrás de María Corina están Bolsonaro en Brasil, Kast en Chile, Milei en Argentina y Uribe en Colombia.

Tras veinticinco años de conspiraciones políticas y asedio económico, el régimen no fue derrotado, a pesar de haber optado por una estrategia arriesgada: mantener una economía capitalista para evitar un enfrentamiento frontal con Estados Unidos. Tomó algunas decisiones peligrosamente equivocadas, como suspender la libertad de organización de otras corrientes de izquierda, una política de shock fiscal para contener la sobreinflación, favorecer a una casta cívico-militar que gozaba de grandes privilegios, pero el gobierno no cayó. Celebró más de veinte elecciones por sufragio universal, a pesar de las sanciones y de un cerco criminal que llegó a apropiarse de las reservas en bancos estadounidenses y de toneladas de oro depositadas en Londres, pero sólo perdió una de ellas. No es razonable concluir que Maduro no tiene legitimidad y sería un “caudillo grotesco” apoyado por una “cleptocracia” militar.

El régimen político se ha endurecido y ha adoptado formas bonapartistas autoritarias. Sin embargo, no se sustenta únicamente en el control de las Fuerzas Armadas y la policía, porque compite por la hegemonía política. Aceptó celebrar elecciones tras el acuerdo de Barbados, para salir del aislamiento, facilitar el fin de las sanciones y abrir una vía para su reinserción en el mercado mundial. Conserva un arraigo entre sectores de la clase obrera y trabajadora, a pesar del peso social de la oposición de extrema derecha, especialmente en las clases medias. El país está fracturado y dividido. No ha habido un proceso revolucionario ininterrumpido desde 2002, cuando fue derrotado el golpe contra Chávez. Pero el país ha preservado su independencia, y eso no es poco.

Durante el período comprendido entre 1948 y la caída del Muro de Berlín, la restauración del capitalismo y el fin de la URSS (1989/1991), la estrategia de Estados Unidos para América Latina consistió en defender regímenes y gobiernos incondicionalmente leales a sus intereses frente a lo que interpretaban como el “peligro comunista”. Árbenz en Guatemala en 1952, Getúlio en 1954, João Goulart en 1964 en Brasil, Perón en Argentina en 1955, entre muchos otros, fueron desplazados por campañas golpistas. Los regímenes dictatoriales fueron defendidos, ya fuera por republicanos como Eisenhower o Nixon o demócratas como Kennedy o Lyndon Johnson. Se protegió a monstruos como Trujillo, Somoza, Stroessner, Médici, Pinochet y Videla. La posibilidad de regímenes liberal-democráticos sólo se aceptó a finales de los ochenta, después de los pactos con Gorbachov. Estados Unidos no tiene autoridad política ni moral para denunciar al régimen venezolano como una dictadura. Washington es un bastión del capitalismo imperialista. EE.UU., incluso cuando está dirigido por el Partido Demócrata, sólo defiende la democracia liberal mientras esté seguro de que sus intereses no se verán comprometidos.

La soberanía nacional no es posible en los países dependientes de la periferia sin ruptura antiimperialista. Ni una sola nación periférica de Asia o África, que fueron colonias bajo ocupación militar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, ha salido de la periferia, o incluso de la extrema periferia, aceptando pacientemente su lugar en el mundo. Ni siquiera en América Latina, donde la independencia nacional tuvo lugar hace doscientos años, ha sido posible una inserción independiente en el mercado mundial. Ni siquiera Brasil, el país más grande y complejo. Ni una sola nación ha conseguido equiparar sus condiciones económicas y sociales a las de los países centrales aceptando las imposiciones del orden mundial. Los que se emanciparon, aunque fuera parcialmente, lo hicieron mediante revoluciones. El orden imperialista nunca ha aceptado pacíficamente que una antigua colonia pudiera liberarse sin terribles represalias.

La experiencia actual de Venezuela, el país con las mayores reservas de petróleo confirmadas, es un ejemplo más. Aunque incomparablemente más moderados, se produjeron golpes militares o institucionales contra los gobiernos de Dilma Rousseff en Brasil en 2016, Evo Morales en Bolivia en 2019 y Pedro Castillo en Perú en 2022. Romper con los límites del orden imperialista puede no ser suficiente en los países periféricos, en el espacio de una generación, para elevar la calidad de vida de la mayoría de la población a los niveles de los países del centro, pero ha demostrado ser una condición para la reducción acelerada de la pobreza extrema y de las desigualdades sociales. En frío, evolutivamente, sin desafiar a los centros imperialistas, nunca ha sido posible. Venezuela es el país latinoamericano que ha ido más lejos y está pagando el precio por ello. Subestimar la estrategia de la contrarrevolución es ingenuo.

La lucha por la independencia nacional en el mundo contemporáneo es la cumbre de la lucha democrática. Todas las naciones tienen derecho a controlar su propio destino. No hay nada más democrático que liberar a un pueblo dominado y oprimido por Estados mucho más ricos y poderosos. Aunque la mayoría de los países de la periferia son formalmente independientes, no tienen plena soberanía. Porque se ha construido un mercado mundial: un espacio donde el capital, el trabajo, los recursos naturales y las tecnologías se mueven a una escala que la humanidad nunca había conocido. Ninguna nación puede existir fuera de este mercado mundial. Cualquier ilusión sobre la posibilidad de “autarquía” en el mundo contemporáneo es una ilusión peligrosa. Sin integración no hay posibilidad de desarrollo y, por tanto, de reducción de la pobreza. Pero existe un obstáculo insalvable para acceder a este mercado mundial. No hay un “Gobierno mundial”, pero sí un orden internacional muy rígido e injusto. En su centro está la Troika, la alianza de la Unión Europea, el Reino Unido y Japón con el liderazgo inviolable de Estados Unidos. Cualquiera que no se someta incondicionalmente a su supremacía será perseguido.

Las relaciones comerciales en el mercado mundial son desiguales. Los países periféricos, incluso los más fuertes como Brasil, una nación en un nivel de industrialización más avanzado, dependen de la exportación de materias primas con escaso valor añadido y necesitan desesperadamente acceder a bienes que incorporen tecnologías punta como maquinaria de última generación y, sobre todo, capital. Las relaciones de intercambio son asimétricas e injustas. La periferia vende sus productos básicos a precios que se fijan en bolsas como la de Chicago. Los países centrales son exportadores de capital y acreedores, mientras que los países periféricos son importadores y están endeudados. Al bloquear el acceso al mercado mundial, como castigo por atreverse a la independencia nacional, los países centrales condenan a las naciones rebeldes a la asfixia económica.

El estrangulamiento económico produce una crisis social porque la vida de las masas, que ya era muy precaria, se hace insostenible. En estas terribles condiciones, las elecciones se celebran en condiciones dramáticamente desfavorables. Los países en los que han triunfado las revoluciones antiimperialistas se han encontrado, sin excepción, ante el dilema de extender sus revoluciones a su entorno, una dinámica de revolución permanente, o endurecer sus regímenes. China se enfrentó a una guerra civil y la revolución triunfó, pero fue bloqueada. Corea del Norte fue invadida por EE.UU., Vietnam resistió la guerra durante tres décadas, Cuba permanece dramáticamente aislada, rodeada y bloqueada. Todos ellos fueron más allá del capitalismo, pero se detuvo cualquier posibilidad de iniciar una transición al socialismo. El capitalismo ha sido restaurado, o está en proceso de serlo, con la posible excepción de Cuba, quizás. Las luchas por cambiar el mundo son brutales y despiadadas. Tienen una belleza heroica, pero son violentas.

*Publicado originalmente en Revista Jacobin.