Escribe Aram Aharonian
El contexto de la pandemia de la COVID-19 creó las condiciones adecuadas para disponer de un marco institucional y normativo capaz de modificar las mentalidades, costumbres y valores de nuestras sociedades, impulsando nuevos deseos, hábitos y valores, pero, sobre todo, imponiendo el modo de producción de la economía digital, de plataformas.
Así, el comportamiento social se pudo regular, previsible y controlable, generando un nuevo estilo de vida, producción, consumo y de consumidores, respondiendo a intereses estratégicos del sistema capitalista. Las revoluciones tecnológicas no han sucedido por casualidad, sino que son la forma de asegurar el proceso de acumulación del beneficio capitalista en cada etapa de su desarrollo histórico.
El actual proceso está dando paso a una nueva modalidad del capitalismo basada en la economía digital, la deslocalización del trabajo y la precarización laboral, acompañada de la vigilancia y el confinamiento permanente; es una reorganización del sistema.
El ahora llamado capitalismo de plataformas lo han bautizado con distintos nombres: inteligencia colectiva, web 2.0, capitalismo de vigilancia, feudalismo digital. No es una tecnología, ni una aplicación, sino el modelo de negocio, de la agricultura a la educación, del transporte a la administración pública, de la economía a la comunicación o la salud.
Los algoritmos procesan la información de cada individuo y la correlacionan con información estadística, científica, sociológica e histórica para generar modelos de comportamiento como herramienta de control y manipulación de masas. “Quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro”, escribió George Orwell en 1984.
El objetivo de esos algoritmos predictivos es conocernos lo suficiente para poder manipularnos y también sustituirnos, incluyendo tareas cognitivas como escribir artículos o pintar un Picasso.
Manuel Castells advertía que las revoluciones tecnológicas solo se producen si las sociedades disponen de un marco institucional y unas normas que fomenten nuevos deseos, hábitos, metas y valores, con capacidad de modificar las mentalidades y disolver las costumbres tradicionales, lo que posibilita nuevos cambios estructurales que permiten nuevas pautas que corrigen el comportamiento general de la población y así poder ejercer el control social.
Estas son las condiciones imprescindibles para penetrar y modificar todos los ámbitos de la existencia (sociales, económicos, políticos, etc.) y producir, consolidar y legitimar el cambio social total. Condiciones que se cumplieron en las tres revoluciones tecnológicas anteriores a la actual pandemia, señala la socióloga Carmen Torralbo.
Fue durante la crisis global económica y sobre todo financiera de 2008, que surgió la “economía de plataforma”, resultado del excedente de capital líquido tras el derrumbe de la burbuja de las puntocoms en un contexto de alto nivel de desempleo, que facilitó a la patronal imponer sus condiciones en el ámbito laboral y económico.
Para tener en claro: las plataformas digitales son mayoritariamente propiedad de empresas multinacionales -Glovo, Deliveroo, Uber, Rappi, Booking, Airbnb, Cabify, Amazon, entre otras-, las que proliferaron rápidamente acaparando actividades del sector servicios, resignificándolo y sustituyendo parte del comercio tradicional, utilizando nuevos dispositivos tecnológicos programados con inteligencia artificial y algoritmos que controlan y monitorizan todos los aspectos del proceso de trabajo y -sobre todo- a sus trabajadores.
Estas empresas son muy cuestionadas, sobre todo por la utilización y mercantilización de los ingentes datos que generan, fuente principal de sus beneficios. Esta nueva estrategia de acumulación capitalista ha debilitado las organizaciones laborales y “vende” como libertad, innovación y modernización lo que es una reedición modernizada del taylorismo -que intentó cronometrar el tiempo de ejecución del trabajo e ideó un sistema de remuneración que recompensaba el esfuerzo del obrero para aumentar la producción de este modo-, pero sin ninguna de sus ventajas.
Shoshana Zuboff, socióloga, profesora emérita en la Harvard Business School y escritora estadounidense, denominó a esta forma de funcionamiento de “capitalismo de vigilancia” y el canadiense Nick Srnicek -asociado con la teoría política del aceleracionismo y una economía posterior a la escasez- la califica de “capitalismo de plataformas”.
Los datos generados en la actualidad por los usuarios en internet constituyen una materia prima y las plataformas son quienes extraen la plusvalía de ésta. Es una forma de reorganización del capitalismo que, ante la caída paulatina de la rentabilidad de la manufactura en los últimos años, se volcó hacia los datos como un modo de mantener el crecimiento económico y la producción.
Capitalismo de plataformas
Nick Srnicek define a las plataformas como “infraestructuras digitales que permiten que dos o más grupos interactúen”, un nuevo modelo de negocios que ha devenido en un nuevo y poderoso tipo de compañía, el cual se enfoca en la extracción y uso de un tipo particular de materia prima: los datos. Las actividades de los usuarios son la fuente natural de esa materia prima, la cual, al igual que el petróleo, es un recurso que se extrae, se refina y se usa de distintas maneras.
Las plataformas dependen de los “efectos de red”: mientras más usuarios tenga, más valiosa se vuelve una plataforma. En un ejemplo: mientras más personas googlean, más preciso se vuelve el algoritmo de Google y más útil resulta. Ello significa, para el autor, que hay una tendencia natural a la monopolización.
Si bien suelen postularse como escenarios neutrales, como “cáscaras vacías” en donde se da la interacción, las plataformas en realidad controlan las reglas de juego: Uber, por ejemplo, prevé dónde va a estar la demanda y sube los precios para una determinada zona. Esta mano invisible del algoritmo contradice el discurso que suelen tener estas empresas, en el cual se definen eufemísticamente como parte de la “economía colaborativa”.
Srnicek postula cinco tipos de infraestructuras digitales: plataformas publicitarias (Google, Facebook), que extraen información de los usuarios, la procesan y luego usan esos datos para vender espacios de publicidad; plataformas de la nube (Amazon Web Services, Salesforce), que alquilan hardware y software a otras empresas; plataformas industriales (General Electric, Siemens), que producen el hardware y software necesarios para transformar la manufactura clásica en procesos conectados por internet.
También habla de plataformas de productos (Spotify, Rolls Royce), que transforman un bien tradicional en un servicio y cobran una suscripción o un alquiler, y de plataformas austeras porque carecen de activos: Uber no tiene una flota de taxis, Airbnb no tiene departamentos y Rappi no tiene bicicletas. El único capital fijo relevante es su software. Por lo demás, operan a través de un modelo hipertercerizado y deslocalizado.
Una pandemia para imponer el modelo
Aquellas medidas transitorias llegaron para quedarse y a medida que se prolongó la pandemia, los nuevos hábitos se incorporaron en la cotidianeidad, en un proceso paralelo al ritmo que las empresas privadas crean, implantan y expanden sus diversas plataformas digitales (durante el año 2020 se decuplicaron respecto a 2019).
Esta nueva situación está permitiendo registrar, recopilar, almacenar, mercantilizar y analizar las respuestas de la mayoría social. Porque con la implantación y obligación de las TIC, todos nuestros movimientos dejan una huella electrónica -datos- al desarrollarse gran parte de las relaciones, transacciones y gestiones de forma telemática.
La pandemia impulsó un inédito y profundo cambio social, un gran salto cualitativo (y cuantitativo) respecto de la situación previa: se está consolidando y legitimando la cuarta revolución tecnológica (4.0), de forma silenciosa (paradójicamente) y sin resistencia social. La pregunta es quien impulsó la pandemia…
Esta nueva revolución tecnológica tenía como objetivos la transición digital y ecológica, mientras las élites económicas y políticas, nacionales e internacionales creaban una gran expectativa de que traerá innovación, modernización, progreso, recuperación económica, equidad e igualdad, como forma de legitimar las transformaciones que ellos mismos están impulsando.
Inmersos en la “comodidad” de nuestros dispositivos digitales (en especial nuestro teléfono más inteligente que nosotros) no tomamos consciencia de lo que está sucediendo y, por lo tanto, de la acción social.
En este mundo de plataformas se producen bienes de producción y consumo digital (smartphone, móviles y ordenadores, etc.) y energéticos (vehículos eléctricos, productos de aislamiento de edificios y hogares, etc.) sin avanzar hacia condiciones de producción y relaciones laborales y de consumo más humanizadas.
La economía verde y digital son solo nuevos nichos de crecimiento para la expansión de las empresas privadas, y lo mismo está sucediendo progresivamente con otros ámbitos claves: la educación y la salud, incluida la mental. Pero hay contradicciones para llevar a cabo la transición digital y la ecología porque la primera impacta en la segunda.
Dicen las estadísticas que 5.320 millones de personas de los 7.800 millones de habitantes en todo el mundo usan un teléfono móvil, lo que equivale al 67% de la población mundial total. Pero, cuidado: no todo el capitalismo es digital. Todavía hay gente que cosecha los tomates, la papa o el arroz con sus propias manos, hay quienes recogen la basura, y trabajadores manuales, que no están frente a la computadora. ¿Están a salvo?
Si bien las plataformas digitales brindan la posibilidad de trabajar desde cualquier lugar, en cualquier momento y dicen que uno puede aceptar el trabajo que más les convenga, dedicarse a este tipo de labor también conlleva riesgos en relación con la situación de empleo, y el goce o no de ingresos adecuados, protección social y otros beneficios.
Pero las plataformas digitales continúan implantándose, de forma acrítica, absorbiendo todo el sector público, sustituyendo las relaciones y la prestación de servicios presenciales por las virtuales: una forma de privatización encubierta, al entregarse todo el proceso de digitalización a las grandes empresas privadas, nacionales y trasnacionales.
Carecemos en (casi) todo el mundo de soberanía digital -en un contexto de gran competencia mundial para la obtención y control de estos recursos- y haber privatizado, previamente, sus recursos estratégicos (en especial telecomunicaciones y energía), dejando al descubierto una situación de gran dependencia y vulnerabilidad respecto del ámbito privado, con trascendentes consecuencias políticas, sociales y culturales.
Una de sus principales características es la demanda de trabajo no regularizado, la falta de acceso a los derechos laborales y la transmisión a los trabajadores de costos, medios de producción y horas de inactividad. Para su consolidación, las empresas-plataforma han producido discursos de mistificación de este trabajo, bien difundido por los medios hegemónicos (en el mundo y en cada uno de nuestros países).
En ese contexto, por ejemplo, se trata a los trabajadores como emprendedores, la relación laboral como una asociación, la venta o el alquiler de la fuerza laboral como un reparto de recursos con finalidad social. No obstante, los movimientos de los últimos años han demostrado que los trabajadores no captan mecánicamente estos discursos y se han rebelado contra la precariedad del trabajo al que están sometidos.
Las lógicas capitalistas y competitivas se ven favorecidas por la precariedad creciente y el individualismo de quien concentrado en su pantalla explora y busca. La normalización capitalista de la autoexplotación habla de "un yo que se explota", cuando es algo incentivado estructural y socialmente. Las nuevas versiones del capitalismo digital están en el tejido ideológico de un mundo acelerado, que incentiva la hiperproducción como motor y la deslocalización como norma.
Para la investigadora española Remedios Zafra resulta de gran ayuda la comparación entre capitalismo y patriarcado en sus formas de autoexplotación, en tanto el patriarcado se ha caracterizado justamente por convertir a las mujeres en agentes mantenedoras de su propia subordinación, proyectando imaginarios que las definen en relación a los hombres, favoreciendo su aislamiento en la esfera privada y alentando en ellas la vigilancia y control de otras mujeres, es decir reproduciendo un sistema de dominación.
Esperar… esperanza
Como reza el refrán tradicional, la esperanza es lo último que se pierde. De hecho, estaba en el fondo de la famosa caja de Pandora. La esperanza, entendida como una fe optimista en que las cosas saldrán bien, sin necesidad de apoyarse en ninguna base real, es una muestra más del enorme poder que la capacidad de fantasear nos otorga a los seres humanos. Sembrar esperanza es también una forma de manipulación: si uno no encuentra soluciones, le queda la esperanza.
La palabra esperanza viene de esperar, del latín sperare (tener esperanza) y ésta de spes, esperanza. El verbo sperare nos dio esperar, desesperar y prosperar. En la Biblia, esperanza es la expectativa confiada y el anhelo de recibir las bendiciones que se han prometido a los justos (y que no han recibido), es la espera anhelosa de la vida eterna por medio de la fe en Jesucristo.
Estamos cansados de esperar, de la obligación de tener “esperanza”, que es el reconocimiento de que no hay (¿aún?) propuesta posible en este mundo. Sabemos que, en definitiva, nuestra esperanza no vendrá de las plataformas capitalistas: quizá pueda venir de los nadies, de los sin esperanza.*
*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)