Como te cuento una cosa… nro 72

 

Los textos que se viene publicando en las páginas de Claridad, son una selección de las crónicas del libro «Como te cuento una cosa…» con recopilación de temas escuchados, o leídos, o vividos en nuestro país, en los últimos 60 años, o más…, incluyendo también vivencias en nuestra familia.

Como sabemos nuestros hijos, o nietos, son una fuente inagotable, de dichos, medias palabras y anécdotas. Pero nosotros también fuimos niños y recordamos también nuestras sorpresas, miedos, risas…

FAMILIA

1958

Dos palabras

Viviendo mi familia en Agraciada (Soriano), mis padres fueron invitados el 22 de abril de ese año a la inauguración de CX 146 Radio Carmelo, que tuvo lugar en el cine-teatro de Carmelo, con la sala colmada. La presencia del conocidísimo y muy querido actor argentino Luis Sandrini había despertado gran conmoción local. En aquella época su presencia era un acontecimiento.

Al otro día, los viejos nos contaron los detalles de su salida y de la gran expectativa vivida en los momentos previos a que se abriera el telón del teatro. Cuando por fin apareció Sandrini, los aplausos fueron atronadores y estuvieron un larguísimo tiempo sonando. Cuando se hizo silencio, los espectadores esperaban ansiosos sus primeras palabras. Bastó solo escuchar aquella gruesa y pausada voz del artista argentino presentarse con un «Bona noche», para que el teatro estuviera riéndose y aplaudiendo varios minutos más.

1965

Liviano de equipaje

Mi madre, por ser la menor de su familia, fue mimada por algunas de sus hermanas (las más cercanas a ella en edad) y medio celada por otras. En cambio, por el lado de los varones tuvo una buena relación con todos y para todos ellos ella era la Elsita. Ya de grandes, siguió el trato más estrecho con su hermana Nena, con la cual nos visitamos hasta el final de sus días. Un día, siendo nosotros chicos, llama mi madre a Nena para saludarla por su cumpleaños y esta le cuenta que había ido a visitarla un hermano de ambas, Aurelio, y le había dicho: «Quiero ir a visitar a la Elsita, ¿sabés dónde vive ahora?». También le contó que le había dado a Aurelio nuestra dirección en la ciudad de Maldonado, sabiendo que mi madre siempre lo recibiría gustosa y al tanto también de que ya nos había visitado en alguna otra ciudad de las que vivimos antes.

Mi madre nos había inculcado tenerle cariño al tío Aurelio, entre otras cosas porque era discriminado en todos lados por su condición de marginal, de casi «linyera», como se le conocía entonces a la gente errante. La historia que nosotros conocíamos de él, era que en su juventud había sido muy trabajador e integrado a la sociedad (incluso tocaba el clarinete en la banda local), pero quedó muy mal cuando lo dejó una novia y a raíz de eso había perdido la cabeza.

Un día de fin de noviembre lo vimos llegar. Llegó caminando y silbando, como era característica en él. Lo llevó un camión, según nos contó, que lo había levantado en la ruta. Aurelio era de una estatura mediana, flaco y de cara estirada, ojos verdes bien oscuros; su tez era curtida y oscura, fruto de su vida siempre al aire libre. Era callado y serio, lo vimos sonreír pocas veces. Tal vez su vinculación de antaño con la música lo hacía estar siempre silbando. Tenía un silbido entrecortado.

Era muy madrugador y pese a su condición andariega y de trotamundo, seguía con algunos hábitos positivos: no descuidaba su aseo, era trabajador y era muy cariñoso con nosotros y con su hermana Elsita, como él la seguía llamando. En casa llamaba la atención que cuando se bañaba, porque dejaba todo el baño mojado y la toalla seca. Después descubrimos que estaba acostumbrado a bañarse en los arroyos y que no usaba toalla, se escurría el agua con las manos.

La relación con él, pese a ser una persona de pocas palabras, era buena. Se le ofrecía un lugar para dormir, bañarse y comer. Todo se le brindaba con mucha disposición. Él quería recompensar, supongo, esa atención, y se ofrecía para hacer trabajos como carpir los yuyos del terreno, podar lo que fuera, limpiar el fondo, tareas que iban cambiando de acuerdo al lugar donde viviéramos, dado que como familia ya llevábamos como trece mudanzas por distintos puntos del país.

En Maldonado vivíamos cerca de la playa. Él se levantaba temprano, casi de noche, y se iba a bañar al océano en Punta del Este. Cuando nosotros nos estábamos levantando, él ya estaba de vuelta y nos esperaba con bizcochos. Mamá lo retaba y le decía que no gastara, que guardara su poca plata. A la vuelta de esos baños de madrugada, nos contaba: «¡Taba güenaza el agua ! Me di unos remojones y me saqué los gases malos de adentro».

Cuando nos veía jugando en casa, se acercaba y nos contaba que su nombre, Aurelio, tenía las cinco vocales del abecedario. También nos narraba la historia de los lugares a los que había ido a tocar su clarinete, pero que no se acordaba de nada de aquella música, y nos decía que aquel, su instrumento, tenía cincuenta tonos. Después se reía y nos traducía el chiste: «sin cuenta».

Así como había llegado, un día desaparecía, casi sin despedirse. Su principal problemática era que no tenía mucha constancia en los trabajos. Caminaba por rutas y caminos visitando estancias, buscando trabajos. Contaba otro tío, con el que trabajó varias veces, que lo típico de él era enojarse por cualquier cosa que le hubieran dicho y dejaba los empleos, incluso sin pedir el pago por lo trabajado. Armaba su puñado de ropa y volvía a hacer ruta, caminando hasta que otro camión solidario lo levantara. Conociendo su historia de caminante, yo «me hacía la película» y soñaba como niño algún día hacer lo mismo y conocer los caminos del mundo.

Como sabía de su falta de pertenencias, y porque sabía que lo iba a apreciar, mi madre le había enviado, allá por 1963, una tarjeta invitándolo para el cumpleaños de 15 de mi hermana, como al resto de su familia, aunque daba casi por seguro que no iría. Después del cumpleaños, al que no concurrió, por cierto, también se le mandó una foto de la quinceañera, como se acostumbraba en aquella época. Estas dos atenciones fueron enviadas por carta a la casa de la tía Nena, por donde él pasaba más a menudo. Mi madre le preguntó más adelante a la tía Nena por aquellos dos sobres y esta le confirmó que Aurelio ya los había retirado, en distintas pasadas por su casa, los dos envíos.

Un par de años después, allá por el año 1965, nos llegó una triste noticia: nos avisaron que habían encontrado a Aurelio muerto a orillas de un arroyo en las cercanías de la ciudad de Tarariras. A pedido de la policía, Lalo, un tío político, fue a reconocer el cuerpo. Este nos contó, que cuando hizo el reconocimiento del cadáver, no encontró ningún signo de violencia, y que le había dado la impresión, por su rostro, de que había fallecido durmiendo.

Cercano a su cuerpo encontraron un montoncito de ropa limpia y atada. Había también un tarrito, como de duraznos en almíbar, y dentro de aquel recipiente todo su capital: unos pocos pesos, unas monedas, su cédula de identidad, la invitación de los 15 y la foto de mi hermana.

Unos cuantos años después escribí las líneas que siguen, sobre todo para mi madre, en honor al hermano que ella tanto quería.

En unas vacaciones de mis viejos, en ausencia de ellos, ese texto lo dejé sobre la almohada, en su dormitorio:

 

Aurelio

De niño no te pude seguir, Aurelio,

ahora no estás, pero no sé si me animaría. Llegabas serio, con algún camión,

silbando una melodía llena de silencios.

Tu opaca mirada verde

rebotaba entre las paredes de la casa.

 

Sonrisa solo en la evocación de los cincuenta tonos de tu olvidado clarinete,

o en las cinco vocales de tu nombre.

Tu ropa limpia, bien atada, grande,

con color a muchos kilómetros.

Tus pasos llenos de medias suelas, embarrados siempre de libertad.

Conociste el gusto salado de distintos salarios y el sexo ceniciento de la tierra

carpiendo a destajo.

 

Curtiendo los vientos,

te fuiste por todos los caminos.

Hablando con el lucero,

cargaste la Cruz del Sur a tu espalda.

 

Paraste solo cuando te llamó algún perro,

te siguió un girasol, o te imitó un chingolo.

 

Dormiste solo una vez,

y a orillas del arroyo como tú soñaste.

 

Dejaste a saber:

ninguna deuda, varias monedas, algunos pesos, una tarjeta, una foto

y según tu rostro, ninguna queja.

 

El arroyo te quiso bien y como amigo de siempre te dio su brazo.

Consuelo me queda saber,

que tuvo en su cauce,

guardado para ti, el llanto de los sauces.

(Marzo de 1980, Montevideo)

 

Según me contó mi padre, a su vuelta de aquel paseo, que encontraron el texto. Mi madre, al leerlo, se volvió a emocionar y a llorar como cuando se enteró de la muerte de Aurelio.

1969

¿Redondel queeeé?

En todas las familias hay, y se recuerdan dichos de los niños, algunas medias palabras, o palabras mal usadas por los gurises.

Esta anécdota es de nuestra prima Diana, de cuando tenía 6 años. Mi madre era madrina solo de una de las hijas de ese grupo de primos, pero tenía el título de «madrina» y así la llamaban los demás integrantes de esa familia.

Estando mi madre, a causa de una enfermedad menor, internada por unos días en el Círculo Católico de Montevideo (o Círculo Caótico, como le decíamos en broma), Diana, con su vocecita inocente, un día le preguntó a su madre: «¿Cuándo vamos a ir a visitar a la madrina, ahí donde está internada, en el Redondel Católico?».