Gustavo González
En la actualidad, en el ambiente viviendista de América Latina, se está hablando, profundizando y debatiendo mucho acerca del tema “ciudad”. Desde distintos ángulos se analiza su relación con las personas, las familias, el derecho a la misma y, en general, se coloca esta discusión como un debate de corte progresista. Muchos movimientos sociales y políticos, además, incluyen el tema en sus agendas y plataformas, como un elemento central de sus aspiraciones y reclamos.
Bueno es decir que muchas veces estas concepciones están muy imbuidas de análisis con netos cortes de carácter fundamentalmente académico, a veces, sin embargo, faltos de profundidad, que en la mayoría de los casos no contemplan la visión de los sectores populares al respecto.
La reivindicación del derecho a la ciudad, de la democratización de las urbes modernas, se ha vuelto una consigna de quienes ya disfrutan de él. Y muchas veces, también, el manejo del tema se hace porque está de moda y porque es el nuevo nombre que se da a viejas reivindicaciones, de manera de presentarlas como nuevas teorías o descubrimientos.
Personalmente me preocupa que hablemos de “ciudad inclusiva”, “ciudad democrática”, “ciudad de todas y todos”, si no vamos a uno de los ejes centrales que hace a la segregación espacial más brutal de nuestras ciudades, como lo es el problema del acceso al suelo urbano.
Allí está la cuestión central: si no atacamos este tema, todo lo que se hable sobre derecho a la ciudad no serán más que ilusiones inalcanzables y podemos caer en el error de dar una batalla sin ninguna perspectiva real de éxito. Porque mal puede gozar de los beneficios de la ciudad quien está obligado a vivir en su periferia, porque no tiene acceso a un bien esencial, como el suelo, totalmente sujeto a las leyes más despiadadas del mercado.
Los barrios de nuestras ciudades, están formados por el precio del suelo, porque éste se coloca como mercancía y no como un derecho fundamental de todos los habitantes del planeta: es el precio del suelo el que clasifica a la gente, ubicando a los pobres por aquí y a los ricos por allá, lo más lejos posible y amurallados por rejas, cercos y guardias privados.
Por eso existen la Recoleta o Palermo en Buenos Aires, Carrasco en Montevideo, el Barrio Alto en Santiago de Chile, es decir los barrios habitados por la burguesía, y por eso allí el precio del suelo es más alto, ¡tan alto!: porque se trata de segregar, de separar y alejar a los que no son; hasta al mar y al paisaje le ponen precio, sin saber aún a quien efectivamente se los están comprando.
Es inviable pensar en una “ciudad democrática” si no se da la lucha fundamental por el acceso al suelo como bien de uso y no de cambio. Me preocupa especialmente que en el Foro Urbano Mundial realizado en Río de Janeiro el pasado mes de marzo de 2010, organizado por las Naciones Unidas, se haya colocado como tema central el llamado “derecho a la ciudad” y tan poca gente haya hablado del problema del suelo urbano.
Por suerte en ese Foro se encontraba la compañera Raquel Rolnik, Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Vivienda, quien alertó sobre los peligros que encierra hablar del “derecho a la ciudad” en forma abstracta y al margen del problema del suelo y su uso. Hay que recordar además que el llamado “derecho a la ciudad” no es algo nuevo, ya que fue precisamente Henri Lefebvre, sociólogo marxista francés, quien colocó el tema en el debate ya a fines de la década del 60.
Hoy, hablar del derecho a la ciudad sin hablar del derecho a acceder al suelo urbano, no resiste ningún análisis que pretenda una salida positiva al problema, porque no puede haber derecho a la ciudad si el acceso al suelo está tan brutalmente segregado por el mercado.
Nuestro Montevideo, por ejemplo, está claramente dividido por una vía de tránsito como la Avenida Italia: una cosa es Montevideo de Avenida Italia hacia el mar y otra muy distinta es hacia el otro lado, como cualquiera puede observar con mucha claridad; hacia el Sur, la playa, saneamiento, calles pavimentadas, casas bonitas, tierra cara, y rejas, muchas rejas; hacia el Norte, efluentes corriendo por las cunetas, casas modestas, falta de transporte y tierra barata. Los del Sur y los del Norte viven en la misma ciudad, en algunos casos separados por escasos metros, pero su derecho no es el mismo. ¿La Avenida Italia será la frontera para ejercer el derecho a la ciudad?
Es sobre esto que tenemos que reflexionar: hoy todo el desarrollo de las ciudades está en función de los denominados nodos financieros, y con ello cada día se ven más segmentadas: según cuánto tengas para poder comprar el terreno, será la zona que te corresponde y el derecho que tendrás.
No conozco otra forma de quebrar este nudo gordiano que reconociendo el acceso al suelo como un derecho y subsidiándolo a aquel que no tiene posibilidades económicas de satisfacer su necesidad de una manera adecuada. Y eso es responsabilidad del Estado, en particular en nuestro país del Ministerio de Vivienda Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, y la herramienta para lograrlo es la creación de una Cartera de Tierras a nivel nacional.
En la actualidad, todos los esfuerzos parecerían estar abocados a la denominada regularización de asentamientos, cuestión que no es menor, pero que sólo constituye un paliativo. Y los paliativos no pueden ser una política de Estado: si no contamos con tierra para los sectores populares, se deberá seguir regularizando de por vida, cuestión mucho más costosa que ordenar el territorio, sin mencionar lo más importante: que para mucha gente, llegar a gozar del derecho a la ciudad también se postergará de por vida.
En un artículo titulado “El derecho a un lugar sobre la tierra” publicado en el semanario Brecha, Benjamín Nahoum escribía: “(…) Si usted es pobre y se muere, el Estado le garantiza un entierro -modesto- y un lugar para que sus restos descansen. Pero si usted es pobre y se le ocurre seguir viviendo, tendrá que arreglársela solo (…)”. Efectivamente nuestra lucha tiene que ver con un derecho fundamental como seres humanos, que es un lugar para vivir en la tierra. Y para efectivizar ese derecho debemos abocarnos a tener una propuesta y luchar consecuentemente por lograr el objetivo trazado.
Hablar de vivienda sin mencionar el problema fundamental del suelo, el efecto segregacionista del Mercado y la responsabilidad del Estado en este tema, es no hablar de nada. El compañero colombiano Alejandro Florián, especialista en el tema ciudad, dice que “en un tema como la vivienda es evidente y necesario reconocer que algunos factores estratégicos, como la disposición del suelo urbanizable para el crecimiento ordenado y sostenible de los asentamientos humanos, no pueden dejarse al arbitrio libre del mercado.”
La tierra es un recurso natural, no producible a voluntad, y su ubicación geográfica con respecto a los circuitos y flujos que conectan los asentamientos entre sí y con las redes de servicios públicos, determina costos de producción y mantenimiento, la calidad de vida, la gobernabilidad y las reales posibilidades de participación ciudadana.
El suelo urbanizable no puede seguir siendo considerado una mercancía especulativa, pues en términos económicos su comportamiento es inelástico, por ser un bien escaso y completamente limitado. Nociones modernas y democráticas del Estado, poco divulgadas y mucho menos practicadas, establecen límites a la propiedad privada y proporcionan instrumentos para que éste pueda intervenir en los mercados de suelo de manera que “prevalezca el interés general sobre el particular y para que la propiedad cumpla con una función social mínima, en reciprocidad con los efectos de valorización del suelo que el fenómeno de la urbanización en sí misma produce”.
Esto está sin dudas en el debe de nuestros gobiernos, y en particular de nuestro gobierno Progresista, y es un tema que hay que revisar en forma urgente, si efectivamente se quiere trabajar seriamente en el tema de la vivienda popular.*