Catón, el censor, en su versión moderna

 

Por: Miguel Aguirre Bayley

Como es de conocimiento público y por acuerdo de la coalición multicolor, días atrás asumieron las nuevas autoridades del Servicio de Comunicación Audiovisual Nacional (SECAN). Una de sus primeras medidas fue dirigir un comunicado interno a los directores periodísticos de Televisión Nacional del Uruguay (TNU) y radios públicas. En la misiva, expresa textualmente: “todos los contenidos informativos y periodísticos deben ser consultados con el coordinador periodístico, antes de iniciarse el proceso de información” y hace referencia a “criterios objetivos e imparciales”. Hasta ahí, lo medular del comunicado. ¡Cuánto retroceso! 

 

La decisión, contraria a Derecho, es flagrantemente inconstitucional. Dice el artículo 29 de la Constitución de la República: “Es enteramente libre en toda materia la comunicación de pensamientos por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgación, sin necesidad de previa censura; quedando responsable el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”. Es más, en la Constitución de la República hay dos normas incluidas en los artículos 31 y 168, numeral 17, que establecen limitaciones temporarias a la libertad de expresión por vía de excepción que requieren la conformidad parlamentaria. Se trata de situaciones que recaen en el ámbito “de traición o conspiración contra la patria” y “bajo medidas prontas de seguridad”. No es necesario ser un zahorí para comprender que ninguna de las dos limitaciones puede aplicarse en esta instancia. 

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La libertad de prensa es una de las manifestaciones más importantes de la libertad de expresión. Entre la facultad de pensar libremente y la de actuar libremente hay, sin embargo, una diferencia sustancial. La libertad de pensamiento pertenece a la naturaleza intrínseca del hombre. El hombre es libre para pensar, pero para actuar debe ajustarse a ciertas limitaciones derivadas de la circunstancia de vivir en sociedad. La libertad es el principio: la limitación es la excepción. Y esta última sólo puede estar determinada por una expresa norma legal reguladora, que no una mera decisión administrativa, y para los casos en que se configuran los supuestos constitucionales habilitantes. Si lógicamente no han sido necesarias normas que consagren la libertad de pensamiento, en cambio han sido indispensables normas que consagren la libertad de expresión del pensamiento.

Las normas de un Estado de Derecho consagran la libre expresión. Excluyen, en forma expresa, la censura previa incorporada en todo acto de examen y aprobación, cuyo resultado queda condicionado a la autorización o no, de quien la ejerza para emitir y propagar por la vía que crea conveniente, cualquier tipo de comunicación o pensamiento. En definitiva, la libertad de prensa se consagra en la ausencia de censura previa o de presión por parte de autoridades de gobiernos, protegiendo y respetando el legítimo derecho a la información. 

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Este Derecho que implica el acceso a otras fuentes que no sean las del poder hegemónico,  muchas veces negadas por el poder político, está consagrado, además de nuestra Carta Magna, en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948 que establece que “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas sin limitaciones de fronteras, por cualquier medio de expresión”. 

Derecho fundamental que también se consolida y reafirma en la Convención Americana Sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica del 22 de noviembre de 1969), ratificada por nuestro país, cuyo artículo 13 reza: "1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección. 2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente por la ley y ser necesarias para asegurar: a) el respeto al derecho o la reputación de los demás, o b) la protección de la seguridad nacional o la salud o la moral públicas. 3. No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones."

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Al amparo de tales normas y principios, hablar de “criterios objetivos e imparciales” para el libre ejercicio de la libertad de expresión, como se pretende por las autoridades del mencionado SECAN, carece, además de su apego a esas normas y principios, de todo fundamento científico, empirista y realista. Es sólo un enunciado teórico que se agota en una mera abstracción vacía de contenido. NO existen ni la objetividad ni la imparcialidad en los medios de comunicación. La única objetividad es la ecuación matemática. A vía de ejemplo, informar que un partido de fútbol finalizó 1 a 1 porque ese fue el resultado final o dar la integración de los equipos. Pero, lo demás, es opinión subjetiva y no información objetiva. En la TV o en la radio, la expresión facial o la inflexión de la voz, pueden estar en las antípodas en el análisis de un mismo hecho. Ni qué hablar cuando en un medio de prensa una noticia es publicada en portada con grandes caracteres y, en otro, apenas aparece en un recuadro a una columna en una página interior.  El periodista es apenas un prisma a través del cual, por ecuánime que sea o pretenda serlo, no podrá despojarse del criterio subjetivo de su manera personal de ver y juzgar.

La exigencia de responsabilidad política no debe considerarse válida cuando la hojarasca en el ojo ajeno es denunciada por quien no la ve en el propio. En esta oportunidad, la escrupulosa y engolada exigencia de responsabilidad es, asimismo, un atentado a la ética por quienes se presentan ante la opinión pública como sus más fervorosos guardianes para apuntalar, sin embargo, la doctrina del liberalismo tecnocrático, con actuaciones cada vez más autoritarias.   

“Nadie debe escribir como periodista lo que no pueda decir como caballero”. Esta afirmación del periodista norteamericano Walter Williams, constituye –por esencia y definición– un principio clave, intransferible e innegociable para quienes tienen el privilegio y la responsabilidad de trabajar en el periodismo, en todas sus manifestaciones. Antes, José Enrique Rodó, el autor de obras de la jerarquía de “Ariel”, “Motivos de Proteo” y “El mirador de Próspero”, afirmaba que “el escritor es, genéricamente, un obrero. Y el periodista es el obrero de todos los días. Es el jornalero del pensamiento. En serlo, tiene su más alta dignidad”. Dos semblanzas éticas y deontológicas de los principios del periodismo. 

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