Jorge Ramada
Estamos en un período electoral y parece ser que el mundo girara en torno a las votaciones. Lo curioso es que, pese a que estamos por ahora frente a una elección interna, los candidatos de los distintos partidos se intercambian acusaciones entre ellos, como si ya estuviéramos en octubre.
Los candidatos del Partido Nacional parecen más preocupados por incidir en la elección del FA que en la propia. Ojeda proclama que lo importante es evitar el triunfo del FA y se deshace en elogios a Lacalle Pou, a tal punto que algún despistado podría dudar si compite como blanco o como colorado. Cosse y Orsi machacan sobre las desprolijidades (o bastante más que eso) del gobierno y entran en los tiroteos cruzados con Delgado y compañía. Parece ser que la mejor forma de captar votos para la propia interna fuera ver quién se muestra más crítico con los de otras internas.
Mientras ocurren todos estos chisporroteos, pasan a segundo plano otros problemas que para “los más infelices”, al decir de Artigas, son más acuciantes. Algunos de ellos, como los de la pobreza infantil, el derecho a la vivienda o la inseguridad en los barrios más críticos aparecen como inquietudes de todos, pero parecen sonar más como promesas de campaña que como propuestas de soluciones que salgan de las propias necesidades de la gente y que sean entendibles y fáciles de visualizar como posibles para la mayoría de los afectados.
Me cuesta entender por ejemplo la insistencia en desarrollar “políticas de Estado” en algunos de esos temas, lo que parece indicar que primero hay que lograr acuerdos con todos los sectores para luego implementar las acciones. Sin embargo creo que vale la pena preguntarse qué “política de Estado” puede llevarse a cabo con aquellos que ven al Estado como un botín del que hay que apropiarse (y exprimir) apenas se tenga oportunidad. No otra ha sido la actitud del herrerismo cada vez que tuvo herramientas de gobierno en sus manos.
La misma dificultad la veo en la idea progresista de generar “un amplio consenso” para reformar la seguridad social. ¿Con quiénes? ¿Con los que implementaron la actual reforma, cargando los costos a los trabajadores y dejando sin tocar a los “malla oro”? ¿Con aquellos que quieren asegurar jugosas jubilaciones para los suyos a costa de congelar las jubilaciones más bajas y recortar otras prestaciones de la seguridad social? ¿Con los que ven en los ahorros de los trabajadores un jugoso botín con el que pueda lucrar el capital financiero?
Pero hay otros temas en los que parece haber consenso entre todos los sectores y que me motivan otras reflexiones a contramano del “sentido común”.
En primer lugar, la constatación del atraso cambiario y la necesidad de superarlo. Está claro que el dólar barato perjudica a los exportadores (que igualmente protestan en voz baja porque siguen teniendo buenas ganancias, muchas veces defendidas por facilidades que les da el mismo Estado cuyo costo quieren bajar a toda costa). Y está claro que favorece la importación de muchos y variados artículos, para beneplácito de los importadores y para ruina de buena parte de la industria nacional. Pero también es cierto que el dólar barato ayuda a contener la inflación y que eso alivia la situación de miles de trabajadores que viven con magros ingresos y de productores familiares o medianos que trabajan para el mercado interno y pueden obtener insumos necesarios a menor precio.
Está claro que aumentar las exportaciones ayuda a obtener recursos para el Estado, aunque lo que realmente importa es cómo se utilizan esos recursos y eso dependerá del carácter de clase del gobierno de turno. Pero el tema al que no se le da tanta importancia es al de las importaciones, pues parece que en este mundo donde el libre comercio es un dios, hay piedra libre para importar lo que sea. Me parece entonces que el tema no está en definir una política monetaria para luego pensar en la asignación de recursos, sino en definir una política clara de redistribución de la riqueza para favorecer a los más sumergidos, una política de industrialización fuerte para agregar valor dentro del territorio generando más puestos de trabajo y una acción firme para frenar la intermediación especulativa, la fuga de capitales y la fiesta del capital financiero. Seguramente para ello haya que tomar medidas que rechinan a los economistas formados con los manuales neoclásicos: limitar algunas importaciones, proteger la industria, promover y subsidiar (¡¡sí, subsidiar!!) emprendimientos de economía popular dirigidos al mercado interno, meterle mano a la banca privada. Locuras “sesentistas” (o anteriores, quizás), pero claramente NO “noventistas”.
Otro tema que parece preocupar a todos por igual es la responsabilidad fiscal. En momentos en que el gobierno aumenta el gasto (¿o amaga aumentarlo?) para mejorar su imagen en el año electoral (y de paso pretender que se olvide el robo descarado que se hizo a los trabajadores en los primeros 4 años), surgen algunas voces progresistas preocupadas por el déficit fiscal. Las mismas que lo usan de argumento para no acompañar la papeleta por la reforma de la seguridad social. Y ya van abriendo el paraguas para el próximo período: como dijo el Pepe, si hay que aumentar el gasto para atender la pobreza infantil y para mejorar la seguridad, no va a haber plata para otras cosas.
La ortodoxia económica asimila un déficit fiscal en aumento con un mayor endeudamiento del Estado o con aumentar impuestos que van a castigar a los trabajadores. Y así quedamos entrampados en un círculo vicioso marcado por la lógica del sistema. Pero entonces ¿no es posible aumentar sustancialmente la recaudación apretando (un poco, no pido mucho) el cinturón a los grandes patrimonios y ganancias? ¿vamos a seguir exonerando a empresas para que se lleven las ganancias al exterior, con el argumento de que aumentan el PBI? ¿vamos a seguir dando facilidades a las grandes empresas constructoras para que llenen la ciudad de cáscaras de yeso vacías?
En resumen, la “responsabilidad fiscal”, como antes lo fue -y lo sigue siendo- el “grado inversor” se convierten en fetiches que impiden poner en primer plano las reales y urgentes necesidades de los más necesitados. Por encima de la responsabilidad fiscal hay una responsabilidad humana y social que debería estar en primer plano. ¿Acaso en los barrios pobres se comerá guiso de responsabilidad fiscal y refuerzos de grado inversor?
Por último, de todos lados se hacen reverencias al ambiente, pero solo reverencias, nada de propuestas (o al menos lineamientos) para atacar en serio la emergencia ambiental en el país; es más, ni siquiera se reconoce que haya una emergencia ambiental porque, al igual que el libre comercio, el modelo productivo basado en monocultivos industriales parece ser una verdad revelada.