Hoenir Sarthou
¿Es posible seguir dudando de la existencia de un proyecto económico-político que se propone imponer cambios drásticos en la vida de los uruguayos?
Digo “de los uruguayos” con plena consciencia de estar quedándome cortísimo. Porque ese proyecto y sus contenidos son de carácter global. Si se imponen, afectarán la vida de la mayor parte de los habitantes del mundo y -dato fundamental- de los territorios sobre los que esas vidas se asientan.
Vean esta serie de extrañas “coincidencias”. Tras una inédita pandemia y un confinamiento que paralizó o enlenteció durante más de dos años a las economías de casi todos los países, Uruguay incluido, estalló la guerra de Ucrania, que determinó una crisis energética para los países más desarrollados, en particular los europeos, y un encarecimiento global de los alimentos, de consecuencias mortales para países y territorios -cuyas realidades no aparecen en las cadenas internacionales de noticias- en los que la diferencia entre la vida y la muerte es una porción de cereales o medio litro de agua.
Mientras eso ocurre, el Uruguay y el mundo experimentan una sequía de niveles históricos. No seré yo quien asegure si esa sequía -y otros trastornos climáticos- son totalmente naturales o están ayudados por manipulaciones artificiales. Lo cierto es que la sequía existe y se prolonga, y que nos ha llevado a que ocurra otra cosa inédita: que a más de la mitad de la población del Uruguay se le suministre agua salada y no potable.
Hasta allí, podríamos creer que simplemente nos afecta una versión criolla de “las siete plagas de Egipto”. Sin embargo, ocurren también otras cosas que hacen del concepto “coincidencia” algo muy parecido a un cuento de hadas.
El más evidente es una verdadera catarata de proyectos económicos que apuntan al apoderamiento y la explotación de las aguas superficiales y subterráneas de nuestro territorio.
En el inicio, fue la plantación indiscriminada de eucaliptus, árboles que son una verdadera esponja, tanto para el agua superficial como para la subterránea. Ese proceso comenzó hace más de treinta años, pero ha seguido profundizándose gobierno tras gobierno.
El segundo paso fue la instalación de las plantas de celulosa. Primero, Montes del Plata y la actual UPM1, sobre el Río Uruguay. Ahora, UPM2, sobre el Río Negro. Esas plantas agravan el problema, porque, al consumo de agua de los eucaliptus, le suman el de las propias plantas, que toman diariamente millones de litros de los ríos Uruguay y Negro, convierten algo así como la cuarta o quinta parte de esa agua en ingrediente de la pasta de celulosa y devuelven el resto a los ríos, sumamente contaminada. Cabe añadir que toda esa agua es gratis para las empresas, que además funcionan en zonas francas y están exoneradas de impuestos.
Pero no queda allí la cosa. En estos meses nos hemos enterado de múltiples proyectos de inversión de empresas transnacionales que tienen como denominador común el agua. El proyecto Tambor, en la localidad de Tambores, que se propone hacer “hidrógeno verde” y metanol con el agua del acuífero, para exportar “energía verde” a Europa. Google, que se propone, o se proponía, la cosa no está clara, usar miles de millones de litros de agua dulce para refrigerar los equipos de un “data center”. La omnipresente UPM, que, por medio de empresas colaterales, también tiene autorización y subsidios para usar agua del acuífero para producir “hidrógeno verde”.
A ello se suma el proyecto “Arazatí”, conocido también como “Neptuno”, que significa un contrato con otra empresa transnacional para que extraiga agua del Río de la Plata y la destine al suministro de la población de Montevideo y Canelones.
Detrás de todos y cada uno de esos proyectos existe la financiación o la expectativa de financiación de los organismos de crédito internacionales, en general el BID y el Banco Mundial, que usualmente asesoran y empujan a nuestras autoridades para la implementación de esa clase de proyectos.
Todos sabemos que el descuido y la mala gestión del Río Santa Lucía, durante muchos períodos de gobierno, es causa importante de la crisis hídrica que viven Montevideo y Canelones. Lo que pocos tenemos en cuenta es que el proyecto “Arazatí” se estaba negociando desde antes de que el Santa Lucía y el suministro metropolitano de agua colapsaran. Lo que indica que el suministro de agua salada a Montevideo y Canelones no es una medida desesperada propia de la crisis, sino un plan que venía estudiándose e implementándose metódicamente desde hace tiempo. NI el BID ni el Banco Mundial tenían en sus planes financiar la recuperación del Santa Lucía. Y ningún gobierno creyó necesario hacerlo por su cuenta. Se dejaron guiar por la orientación y financiación de los organismos de crédito. Por eso estamos consumiendo agua salada.
La conclusión evidente de todos estos hechos es que el agua potable, en la que nuestro país es muy rico, está destinada a otros propósitos, que no son el abastecimiento de los uruguayos, ni tampoco el ingreso de divisas a nuestro Estado, cosa que, aun con la más fría lógica capitalista, sería la consecuencia esperable de la comercialización de un recurso natural común, público y propio de nuestro suelo.
La realidad es que el agua nos está siendo expropiada, y nuestro sistema político finge no darse cuenta, mientras firma contratos que autorizan su explotación gratuita y recibe préstamos de los organismos internacionales de crédito para facilitarla.
El panorama no estaría completo si no tomáramos en cuenta dos factores, aparentemente inconexos, pero profundamente ligados a nuestro tema.
Mientras todo esto ocurre, esos mismos y otros organismos internacionales, como la OMS y el cúmulo de subsistemas de la ONU, baten el parche con dos temas de profunda significación económica y política.
Uno es el calentamiento global o cambio climático, usado para perseguir la producción natural de alimentos, atacar el consumo de energía y destinar agua, tierra y alimentos a producirla. La pérdida de soberanía hídrica, alimentaria y energética es esencial para la reducción de la libertad política de los pueblos y para posibilitar una administración centralizada de los recursos valiosos de cada territorio. Europa, y en particular los Países Bajos, ya lo están experimentando, con el cierre forzado de granjas y de establecimientos ganaderos. En Uruguay el asunto se avecina, desde que el gobierno contrajo créditos cuyos intereses están condicionados a la reducción de la huella de carbono que genera nuestra ganadería.
El otro gran tema es el anuncio constante de nuevas pandemias, que tiene como fin la firma de un tratado global que autorice a la OMS a tomar medidas vinculantes en el territorio de cualquier país, bajo la excusa de prevenir pandemias y controlar los efectos sanitarios del cambio climático.
En resumen, lo que se percibe es una política sistemática destinada al empobrecimiento y el sometimiento de la población mundial a criterios de administración dictados por los organismos internacionales y por los intereses económicos globales que los financian. Una política sistemática que arrasa las soberanías de los Estados, las decisiones democráticas de sus pobladores y el marco de libertades y de consumo al que están -estamos- acostumbrados.
Mientras eso pasa, los sectores y partidos más influyentes de nuestro sistema político se empeñan en fingir que nada ocurre, que los cambios sísmicos en nuestras vidas son fruto de la casualidad o de la mala gestión de gobierno de sus rivales, y que todo se solucionará con una nueva vuelta a la tortilla electoral en octubre del año próximo.
El gran desafío para la sociedad uruguaya, y para cualquier sociedad que quiera preservarse como tal, es asumir que eso no es Política. Que la verdadera política pasa hoy por ejercer y exigir a rajatabla el ejercicio de la soberanía democrática en la gestión de nuestros recursos más esenciales, en particular el agua.
De ello dependen no sólo nuestras libertades y nuestra democracia, sino nuestras vidas y la posibilidad de vivirlas en una forma que pueda llamarse humana.