Garabed Arakelian
Hablar de coalición de gobierno se ha convertido, aquí en Uruguay, en una licencia poética pues eso no existe como tal. Hay si una conjunción de intereses, ambiciones y conveniencias personales y grupales en complicada e inestable convergencia, encaramada en los puestos de gobierno. Pero es justamente esa ubicación y su utilización la que ha desencadenado la lucha interna.
Esa confrontación, maquillada en sus aristas más cortantes en beneficio de mantener una visión de conjunto, ya no puede contenerse dentro de esos límites. El final cercano del ejercicio presente, y el horizonte ya al alcance de la mano de la próxima elección, está tensando las hipócritas relaciones de convivencia.
Dentro de ese panorama, inicialmente conducido por el presidente de la República y su grupo político, se ha ido dando un acomodamiento de las partes y el resultado no es semejante al inicio.
De esta nueva disposición surge claramente que quien comanda la coalición de gobierno es el partido militar representado por el senador Manini.
El desempeño personal de este senador y el peso de su representación parlamentaria han logrado torcer el brazo al resto de la coalición, y en particular al presidente de la República, introduciendo, imponiendo, modificaciones en el contenido de las recientes leyes aprobadas por el Poder Legislativo.
Ha sido muy transparente, seguramente de las pocas cosas que se pueden tildar de ese modo en la gestión política de este gobierno, el trámite llevado adelante entre el mencionado senador y el presidente de la República.
Toda la puesta en escena y la actuación que, agencia mediante, realiza Lacalle se convirtió en serpentina y careta de carnaval en desuso, al hocicar ante el frío y contundente ultimátum de Manini que no apela al recurso de la sutileza como instrumento de negociación.
Las modificaciones impuestas y el resultado final dejan en claro que el partido militar es el que aprueba o no, permite o no, que determinadas leyes se voten o se posterguen, y no solo en el caso reciente de la seguridad social sino en todos los aspectos de la gestión gubernamental. Las reyertas, pequeñas disputas de conventillo que adornan este proceso son solamente eso y no modifican los resultados finales.
Con un visible esfuerzo de sobrevivencia, Lacalle también accedió a los reclamos del partido Colorado que lucha desesperadamente por mantener una presencia supuestamente orgánica en esa asociación de intereses antipopulares instalada en el gobierno.
En definitiva los alardes de Lacalle quedaron simplemente en eso. La ley de seguridad social supuestamente intocable, diseñada con minuciosa ingeniería para obtener resultados de excelencia, pues así se presentó anunciando que no dejaba lugar para modificaciones, sufrió varios procesos quirúrgicos que no se transformaron en beneficio para los más desposeídos sino en un seguro para quienes habitan la zona de privilegio.
Ante la abulia, el temor y el desconcierto ideológico, la Intersocial ha rescatado las viejas banderas de auténtica defensa de los intereses populares y ante la fiesta privada que celebra la oligarquía, dio un primer llamado de atención con el paro nacional del pasado martes 25 de abril.
No es alentador el programa para las fuerzas populares pues ante la ausencia de un partido político como tal con el cual dialogar, disentir y enfrentarse lo que tienen por delante es un manojo de individuos que se representan a sí mismos y algunos intereses próximos bajo el alero de la ley de lemas.
Ante el rotundo fracaso de ambos partidos tradicionales, a las fuerzas populares solo le queda como interlocutor válido el partido militar, llámese como se llame. Solo resta preocuparse por saber con qué ropa se presentará.