Jorge Ramada
A poco menos de 2 años y medio de creado, el Ministerio de Ambiente cambió de titular. El nuevo ministro no lo es por tener antecedentes de preocupación por el ambiente, sino para mantener un equilibrio político, lo que fue cuestionado por algunos ambientalistas.
En realidad, que el titular de un ministerio sea designado por su filiación política no debería ser un menosprecio del tema, en la medida en que haya una política clara y esté rodeado por personas conocedoras y comprometidas con el tema. El problema no es que se priorice el equilibrio político, sino que ya se venía priorizando el interés de algunos capitalistas antes que el cuidado del ambiente.
La salida de Peña se debió a haber mentido sobre un título universitario que no tenía. Se trata de apenas una mentirita, si lo comparamos con otras falsedades: por ejemplo, decir al Parlamento que el plan Neptuno -o Arazatí- era apenas un proyecto en estudio, cuando ya estaba prácticamente resuelto y acordado con las constructoras que lo llevarán a cabo; o manifestar que el plan VALE de la Cámara de Industrias para recuperación de envases era acorde con la “responsabilidad extendida del productor” prevista en la ley, cuando dicha responsabilidad había sido expresamente excluida de la reciente Ley de Residuos, para ser sustituida por un impuesto que el gobierno nunca quiso -ni quiere aún- aplicar. Ni que hablar si la comparamos con las mentiras descaradas de ministros y secretarios de presidencia cuando fueron a dar explicaciones al Parlamento.
Es cierto que el aumento de la producción y la productividad pueden generar contradicciones con el cuidado del ambiente. El problema es cómo -y en función de qué intereses- se tratan o resuelven esas contradicciones. Por poner un ejemplo fuera de nuestro país, el gobierno de Pinochet decidió “incentivar la economía” por medio de un decreto, cuyo objetivo era impulsar la industria papelera destinando enormes extensiones a los cultivos de eucalipto y pino. La iniciativa consistía en bonificar a los terratenientes con el 75 por ciento de los costos de esas plantaciones durante un plazo de 10 años. Así fue como inició la desaparición paulatina de las especies nativas con su fauna asociada, pero también la sequía y la acidificación de los suelos, en donde ya no queda señal de nutrientes y en donde no se puede cultivar nada más.
En Uruguay no ha habido ni hay una política pública sostenida de protección al ambiente. Hay sí un marco legal y decretos o resoluciones en ese marco sobre determinados temas (humedales, franja costera, áreas protegidas); pero a menudo se ven propuestas de emprendimientos productivos, turísticos y hasta suntuarios, que pretenden escapar a esas protecciones, y las respuestas y controles ante esas propuestas no siempre son las adecuadas o terminan con multas que resultan irrisorias para los afectados. Por poner un ejemplo, la protección de la cuenca del Río Santa Lucía (fundamental para asegurar el abastecimiento de agua potable) no ha tenido un control adecuado, persistiendo el uso de agrotóxicos sin respetar las distancias respecto del río o, como se vio recientemente, emprendimientos extractivos que alteran la cuenca (con un Ministerio de Ambiente que le resta importancia alegando que se trata de un afluente menor).
Por otra parte Uruguay cuenta desde 2008 con un Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible que muchas veces no ha sido tenida en cuenta para aprobar emprendimientos productivos. El tema se agrava, pues la creación del Ministerio de Ambiente por la LUC dejó fuera de él a la DINOTT (Dirección Nacional de Ordenamiento Territorial), que queda con muy poca relevancia dentro del Ministerio de Vivienda.
El período progresista también ha priorizado importantes emprendimientos productivos frente a la protección del ambiente. El más notorio, el de la industria pastera -no papelera- que ha generado un aumento explosivo de la forestación con eucaliptos, con sus consecuencias sobre los suelos ya dichas más arriba en relación al caso chileno. Es interesante que cuando se instaló la primera pastera (ENCE, que luego fue Botnia y luego UPM), la discusión ambiental se centró en la posible contaminación de las aguas del río Uruguay, hecho menor si lo comparamos con la que ya generaban industrias como Paycueros o Paylana. Y eso pasó a segundo plano otros problemas, como el ya mencionado de forestación descontrolada, o el uso de agrotóxicos en las plantaciones o los riesgos que iba a generar el aumento de transporte de carga pesada o -en otro plano, el laboral- las durísimas condiciones de trabajo que se imponían a muchos de los monteadores.
Luego vino la autorización a UPM 2, donde la contaminación del agua sí podía ser importante teniendo en cuenta el mayor tamaño de la planta, que vertería sus efluentes a una corriente de mucho menor caudal, como es el Río Negro. Para colmo, ampliada con la instalación del Ferrocarril Central, hecho a la medida de la empresa, con un trazado que priorizó la eficiencia por encima de la afectación al contorno y para peor, sin proponer un tren eléctrico, en momentos en que Uruguay avanzaba hacia una generación ampliamente mayoritaria de “energía limpia”.
La autorización a la incorporación de nuevos transgénicos -con la fuerte carga de agrotóxicos que los acompaña- fue otro ejemplo donde la productividad (y las ganancias de poderosos empresarios en su mayoría extranjeros) se antepuso al cuidado del ambiente y de la salud, llegándose al colmo de que algunos eventos se aprobaron por los votos favorables de los ministerios de Economía, Ganadería y Relaciones Exteriores, en contra de la postura de los ministerios de Ambiente y Salud.
Otro ejemplo -sin entrar en detalles porque fue analizado en artículos anteriores- es el relativo a la política de residuos, donde el Estado, más allá de leyes y planes aprobados, minimiza su papel para dejar las decisiones en manos de las empresas y el mercado.
Interesa marcar cómo se han tratado algunos temas ambientales en el período progresista. Porque hoy las principales figuras del progresismo ven como muy probable conquistar el gobierno para el próximo período. Algunas de ellas ponen el acento en no repetir errores cometidos en los gobiernos anteriores, pero no queda claro si entre estos “errores” ocupa algún lugar destacado la falta de política ambiental.
Recientemente, en un ciclo de charlas sobre tecnología, impulsado por la Junta Departamental de Montevideo, se trató el tema del hidrógeno verde. Estaba presente Ricardo Ehrlich, integrante de la Comisión de Programa del FA y se le invitó a que hiciera sus comentarios. Ehrlich marcó acertadamente que más allá de consideraciones técnicas y ambientales había un aspecto que no se había señalado con la importancia debida: el de soberanía. Sería bueno revisar cuánto se tuvo en cuenta ese aspecto en los gobiernos progresistas y cuánto lo han afectado entre otros la supeditación a las decisiones de UPM o la creciente extranjerización de la tierra y la industria frigorífica. Sin contar lo que hubiera sido la frustrada aventura de Aratirí. Pero es bueno escuchar ese comentario y considerar que dentro de las contradicciones entre productividad y ambiente, la soberanía es un aspecto importante a tener en cuenta.
Hace unos días, ante el llamado a licitación finalmente aprobado por OSE para el proyecto Neptuno, el director frenteamplista de OSE salió a la prensa a decir que se habían mejorado algunos aspectos técnicos, pero que seguía siendo un proyecto muy caro. Consideraciones técnicas y económicas, pero sin mención al ambiente y a la soberanía.
Es claro que no ha habido buena sintonía del FA con algunos movimientos ambientalistas (MOVUS, por ejemplo). Es cierto que algunos de ellos, al poner un acento fuerte en el ambiente, subestiman un análisis de clase; pero lo mismo podría decirse de algunos movimientos feministas, aunque con ellos la sintonía del FA parece mayor. En parte puede deberse a que la atención a reclamos feministas no afecta la política productivista (también es cierto que el feminismo representa bastante más en número de votos).
Más allá de esas consideraciones, lo que parece importante es que, en momentos en que se trabaja para convocar un nuevo Congreso del Pueblo, del que deberían surgir propuestas, reclamos y planes tendientes a generar cambios profundos, el tema del ambiente debe tener un lugar importante. Dicho de otra manera, el cuidado y preservación del ambiente, enfocado con un criterio de sustentabilidad, debería ser uno de los pilares de un auténtico programa de cambios.