EL EJÉRCITO DE LAS SOMBRAS  

Garabed Arakelian

No hay corrupción de carácter individual ni privado. Por el contrario, es siempre, inexorablemente, de carácter plural y  colectivo. Si no fuera así se agotaría en sí misma convertida en casos aislados de signo policial. La organización social es el medio en el que actúan los corruptores, los corruptos y los corrompidos. Su resultado es exitoso cuando la mayoría de la sociedad acepta los valores de la corrupción, y lo hace calladamente, sin protesta y con resignación.

Cuando la corrupción  deja de ser problema de alguna o algunas personas en particular y se instala en la sociedad, para pasar a formar parte de su funcionamiento habitual, es entonces  cuando se llega a ese colmo en el que se habla de cleptocracia, es decir “gobierno de los ladrones”, explicaba Mariano Grondona, en la década final del siglo pasado, en su libro La Corrupción, que estoy citando de memoria.

Stanislav Andreski -un filósofo de origen polaco, aquerenciado en Inlaterra y fallecido en la primera década del presente siglo- definió a la  cleptocracia como el sistema de explotación sistemática de las oportunidades de enriquecimiento personal que ofrece el gobierno, exacerbado por el amiguismo y el gangsterismo.

Seguramente el lector irá estableciendo la relación entre estas afirmaciones y la realidad que surge de los casos de corrupción que están ya en la esfera judicial en nuestro país. Y que ya no pueden ser analizados como episodios aislados sino como manifestación de una epidemia cuyo laboratorio de origen está en la Torre Ejecutiva.

Sin ánimo de rebajar responsabilidades, sino de adjudicarlas poniendo en juego los antecedentes, puede afirmarse que la cleptocracia, el gobierno de los ladrones y la existencia de dichos sujetos, es resultado lógico del sistema colonial. El mismo que aunaba el patrimonio público con el privado del funcionario, o al menos no los diferenciaba claramente.

Desde la época colonial, es decir desde sus orígenes, el Uruguay ha mantenido un estrecho contacto con la corrupción. Puede decirse que ha crecido y se ha desarrollado con ella. Por consiguiente no se trata de algo desconocido y lejano. Pero tampoco es el Uruguay un caso único ni extraordinario en el panorama del coloniaje. La corrupción es un resultado acorde con el sistema colonialista y sus valores, es decir su filosofía cuya herencia y resultados están vigentes hasta ahora.

Claro que no son estos los únicos factores que determinan la aparición y establecimiento de la corrupción, pero sí que influyen poderosa y decisivamente en su desarrollo y arraigo, o en caso contrario, en su disminución posible, hasta sus últimas expresiones.

Existe en esto un componente histórico que no puede ser ignorado -ya que casi hasta la mitad del siglo 18 los cargos de la colonia se ofrecían en venta- y quienes podían y compraban eran los individuos adinerados o los clanes familiares con poder económico que, mediante dichas  adquisiciones, aumentaban su poder político.

En definitiva, comprar un cargo significaba una inversión que debía redituar su beneficio. El cargo permitía acceder legalmente o casi ilegalmente a la posesión de tierras que constituían el gran respaldo para ingresar en la tarea política, desde la cual se procedía a legislar y decidir en beneficio personal o particular del clan que se representaba.

Esta síntesis permite entender -no para aceptar en la actualidad- la filosofía y las actitudes de aquellos que aún hoy se consideran  “dueños de la tierra”, y dueños del destino y del patrimonio del Uruguay.

La corrupción, como se advierte, es además de un tema moral y ético,  un profundo asunto de carácter político.

En enero de 2004, Manuel Flores Mora engalanó la contratapa de La República con una muestra más de su estilo literario y periodístico: ”Vergüenza para el país de Batlle y Ordoñez” exclamaba desde un colgado general seguido de un título rotundo: “La Nueva República como respuesta a la mafia”, en la que hablaba de la “resignación frente a la decadencia de los valores de la República” subrayando “la falta de respuesta en la sensibilidad de los actores sociales e institucionales frente a los hechos”. Y plasmaba ese argumento con una frase categórica: “Lo más grave no son solo los hechos”, decía, acentuando que “el peligro mayor está en la aceptación dócil de esas situaciones”. A grandes trazos recorría algunos hechos que fundamentaban su tesis; los ilícitos fiscales del grupo Tenfield y un periodista que denunciaba esos ilícitos recibiendo disparos en las piernas, el juez Alberto Miguel accionando sobre el gran contrabando abarcando el eje desde la Zona Franca de Colonia hasta el departamento de Rivera y otros ejemplos. Una prueba rotunda de que la corrupción ya estaba instalada.

Pero es cierto que, y hay ejemplos numerosos de ello, las clases dominantes logran convencer a los sectores mayoritarios de la sociedad, es decir los de menores ingresos, que tienen intereses comunes y que los intereses de ellos, los adinerados, son los intereses de los desvalidos. Y estos últimos lo aceptan.

En el caso del presente gobierno carga con una pesada historia de corrupción acrecentada por el parentesco. No solo una familia política sino también de sangre, en la que el amiguismo está presente en grado sumo, al igual que la presencia gangsteril o sus similares. Características estas que señalaba la definición que dimos poco antes.

El “ejército de las sombras” está instalado dentro de la sociedad uruguaya.

Cabe reclamar que surja esa sensibilidad que en su momento reclamaba Flores Mora y se convierta en aluvión de protesta, denuncia. Porque “razón tienen los malos, cuando son más y nos muelen a palos”.