La serena capacidad de aportar razones

Escribe: María Urruzola

 

 Cuando regresé del exilio a fines de 1985 y tuve la oportunidad de empezar a colaborar en Brecha, Chifflet fue mi primer jefe. Se podría decir que fue el jefe de todos los jóvenes no-Marcha que de a poco nos fuimos incorporando a la redacción de la nueva Brecha. No tanto y no solo por ejercer el cargo formalmente, sino sobre todo porque nos ayudaba -sin que lo notáramos- a navegar entre plumas famosas que no tenían entre sus prioridades ayudarnos a entender mejor nuestro oficio y sus dilemas.

  Guillermo sí. Siempre fue humildemente pedagógico. Como quien no quería la cosa, después de un “hermanísima” o “hermanísimo”, y con un sonriente “está muy bueno” de comentario inicial a la propuesta de nota, nos iba llevando de manera afable y siempre con humor a un análisis detallado del asunto, más filosófico que puramente político, que terminaba haciendo emerger las razones por las que aquella idea no solo no era buena sino que en algunos casos era francamente un dislate. Pero jamás adjetivaba. Partía de la simple convicción de que queríamos hacer lo mejor. Creo que era un hombre convencido de la bondad del género humano. Había algo en su manera de analizar y explicar, que lograba que nos fuéramos contentos a pensar desde cero lo que unos momentos antes creíamos muy bien pensando, sin por eso sentirnos disminuidos.

Como un buen profesor que ilumina los rincones más alejados de cualquier tema para fortalecer la capacidad de razonamiento.

  Uno de los temas en los que nuestro ímpetu juvenil se topaba con su prédica filosófica tenía que ver con el Parlamento y su rol. Guillermo le daba una gran importancia y nosotros no. Para él, lo esencial de la política se desenvolvía allí y para nosotros -no creo exagerar si hablo en plural- la política estaba en otro lado, en los entresijos de la sociedad, en fenómenos que aún ni nombre tenían. Recuerdo sus ojos transparentes armándose de paciencia cuando le decíamos que el Parlamento no cortaba ni pinchaba, que la política latía en otras latitudes.

  Hasta que llegó el día en que dejó Brecha y se fue a la casa de los representantes de la sociedad, de esa sociedad que nosotros reclamábamos como actora esencial. Y recuerdo también, en sus sucesivas visitas a la redacción, su progresivo desencanto, al que también le ponía humor y alguna anécdota ejemplarizante. Por ejemplo sobre las veces que algún “compañero” le iba a pedir algún favor, creyendo que como parlamentario tendría poder o muñeca, y Guillermo se tomaba el tiempo de explicarle cuál era el rol de los representantes del pueblo en ese imponente recinto de mármol. Pedagogía, de nuevo, para que los “compañeros” entendiesen que la razón de estar ahí era de principios, de darle una tribuna al pueblo, una caja de resonancia para sus valores y objetivos.

  Yo sé que yo lo escuchaba con cierta ternura condescendiente (no quiero hablar por mis contemporáneos), como quien mira a un padre que ya no entiende mucho por dónde va la política verdadera. Hasta que llegó el momento de votar la continuidad de la presencia de las tropas uruguayas en la misión de la ONU en Haití. Como siempre, como antes en la redacción, como con cada compañero que iba a pedirle un favor, Guillermo se tomó el trabajo de analizar la situación, de mostrar su contexto, de recordar hechos, de citar expertos, y por fin de referirse a sus convicciones y su conciencia. Diciendo lo que pensaba y haciendo lo que decía, se cruzó de brazos y le dio a su banca de parlamentario la relevancia que estaba convencido debía tener para el pueblo: una tribuna de principios, una caja de resonancia de valores.

  Y con ese simple pero tremendo gesto, nos demostró que los lugares -de cualquier índole- son lo que uno hace con ellos.