El nuevo orden mundial: Bolsonaro y la derrota cultural del progresismo

 

Escribe: Aram Aharonian *Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)

 

La expresiva actuación del candidato ultraderechista Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL) en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil, puede ser explicada por tres factores que actuaron de forma simultánea: antipetismo (odio), rechazo al sistema político (frustración) y la consolidación de valores conservadores en la sociedad, tras la derrota cultural del progresismo brasileño.

Hay un punto que se debe tener en cuenta: el poder fáctico desechó a la democracia como instancia de negociación y marcha hacia un enfrentamiento radical contra los sectores populares, en una guerra de imposición ideológica que tiende a borrar las conquistas sociales, inclusión social y de redistribución de la riqueza de la etapa del progresismo, que incluye confrontaciones de clase, de grupos étnicos, de género.

Dos conceptos definen la importancia que tiene Brasil. El ex secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, dijo que “Hacia donde se incline Brasil, se inclinará Latinoamérica” y definió al gigante sudamericano como el “satélite privilegiado” de las políticas de Washington en estos territorios.

 

No hay que olvidar que la dictadura militar en Brasil fue larga (1964-2003) y tuvo gobiernos desarrollistas conservadores durante los cuales el país creció y se industrializó, de la mano de una gigantesca exclusión y desigualdad social. Pero el desprestigio de los militares en el imaginario colectivo de los brasileños fue inferior al desarrollado en los otros países del área.

 

La victoria en primera vuelta del candidato ultraderechista Jair Bolsonaro, da cuenta que más allá de una derrota electoral del progresismo, éste debe asimilar la derrota cultural.  Incluso si gana en la segunda vuelta, a Fernando Haddad, el delfín de Lula, le será muy difícil gobernar: la derecha acumuló 301 de los 513 escaños en Diputados (sumaba 238 en 2014), mientras la izquierda pasó de 166 a 137 diputados, y el centro, el gran derrotado, apenas logró 75 bancas (tenía 137): el MDB de Temer y el PSDB de Fernando Henrique Cardoso lograron 31 y 25 diputados respectivamente.

Si bien no participa directamente en el escenario electoral, la prensa hegemónica era poseedora casi exclusiva del contacto diario y directo con los ciudadanos. Pero ahora ve su relevancia amenazada por otros medios de comunicación: las redes sociales y la militancia de las iglesias evangélicas -a través de la oligopólica Red Record- fueron las que produjeron los fenómenos electorales de Bolsonaro y tantos otros desconocidos de la gran prensa que, de la noche a la mañana, conquistaron victorias electorales impensables.

En 2019, la cuestión mediática será crucial. Independientemente de quién gane la elección, las redes Globo y Record estarán en franca disputa por las pautas oficiales y las redes sociales permanecerán dominadas por el odio hacia la izquierda, propagado por ambas concesionarias públicas y por la milicia virtual  del mesías, que cuenta con harto recursos de empresarios brasileños y extranjeros, como estamos viendo a lo largo de esta campaña, señala Joaquim Palhares, director de “Carta Maior”.

El “Laboratório de Estudos de Mídia e Esfera Pública” indica que se está pasando de un paradigma, donde la comunicación con el elector se daba a través de los partidos y los medios tradicionales, a un paradigma donde éstos, sin quedar totalmente fuera de la ecuación, se ven sobrepasados por las iglesias evangélicas y las redes sociales.

Lo cierto es que los partidos tampoco fueron aniquilados considerando las expresivas votaciones recibidas por el  PT, PSB, PP, pero perdieron mucho de su capacidad comunicativa. Para los grandes medios, junto a este cambio vino otro: la quiebra del patrón de competencia que había caracterizado a la “Nueva República”, el del enfrentamiento entre el PT y el PSDB. Esta vez, Geraldo Alckmin, el candidato tucán del PMDB, no consiguió mostrarse competitivo a pesar de su preponderancia en horario electoral gratuito, lo que demostró la carencia de capacidad comunicacional de los partidos, ya no solo del PT.

Algunos analistas se adelantan a los resultados de la segunda vuelta y hablan del mayor tsunami político, social y cultural que ha vivido Brasil en su historia, pero no hubo engaños: la gente sabía a quién votaba. Esta vez los grandes medios (la Red Globo, Folha de Sao Paulo, O Estado) no jugaron a favor de Bolsonaro, aunque dieron amplia difusión a sus bravatas e incluso lo criticaron.

El candidato ultraderechista tuvo muy poco tiempo en los espacios gratuitos de la televisión y el atentado sufrido jugó a su favor: fue una excelente excusa para rehuir debates.

Se presentó como el candidato antisistema aunque lleva 27 años como diputado sin que se le conozca propuesta alguna, y consiguió captar los sentimientos de la mayoría, de la mano de la inteligencia y del financiamiento puesto a su disposición por la internacional capitalista (la Red Atlas), sus “think tanks”, sus “ongs”, sus redes y sus vendedores de esperanza evangélicos como ”Pare de Sufrir”. Es más, aprovechó e insufló la ola conservadora, fascistoide, machista y racista.

Entre estos movimientos ultraconservadores, se destaca el Movimiento Brasil Libre (MBL), que lanzó la campaña anti-Dilma Rousseff en 2013. Kim Kataguiri,  uno de sus líderes aspira a presidir la Cámara de Diputados. Janaina Paschoal, una de las autoras del juicio político a la ex presidente, obtuvo el mayor caudal de votos que se recuerde como diputada en Sao Paulo. El propio hijo del candidato, Eduardo, sumó 1,8 millones de votos, la mayor votación para diputado lograda en la historiadel Brasil.

Hoy, el bloque ruralista –la del agronegocio y contra cualquier reforma agraria- tiene dos centenares de diputados, el evangélico unos 76 y la “bancada de la bala”, defensora de la pena de muerte y  de armar a la población, que no tenía senadores, pasó a contar con 18 de los 54 curules en disputa.

Para avizorar lo que se viene, es necesario desmenuzar la actual crisis por la que atraviesa el país; las debilidades del progresismo del Partido de los Trabajadores (PT), los generalizados problemas en materia de corrupción e inseguridad (utilizados por la propaganda del sistema), la herencia de la dictadura, el anunciado fin del “lulismo”, las limitaciones evidentes del progresismo y de la izquierda para comprender las nuevas realidades y, sobre todo, de afrontarlas.

 

Causas de la restauración conservadora 

Entre los principales logros de los gobiernos del PT (Lula y Dilma), se puede destacar que sacó de la pobreza a más de 20 millones de brasileños, de la mano de una política asistencialista, pero dejó incólumes las bases económicas del sistema empresarial que siguió dominando el poder, arraigado en los latifundistas y la poderosa Federación de Industriales de San Pablo (FIESP), con la que negociaba el poder político.

 

Lula dejó el Banco Central en manos del economista Henrique Meirelles, integrante del sector financiero y amigo de la FIESP… y ministro del golpista Temer. Joaquim Levy, economista de la Escuela de Chicago,  fue Ministro de Hacienda de Dilma. O sea que en lugar de producir cambios estructurales profundos y de incentivar la participación popular, prefirieron dormir con el enemigo, facilitando el acoso de las trasnacionales y las conveniencias estratégicas de la política estadounidense en la región.

 

 Fue el propio gobierno del PT, y su tibieza, la que abrió las puertas para una restauración conservadora: el consumismo reemplazó a una necesaria formación ideológica y a la construcción de un poder en manos del pueblo organizado.

 

Para peor, aquellos movimientos sociales que llevaron al PT al gobierno, fueron desmantelados y sacados de la calle. Lo prueban el escaso protagonismo y movilización de la central obrera, CUT, de la militancia del PT y, en menor grado, del Movimiento de los Trabajadores sin Tierra, en los últimos acontecimientos.

 

La persistente dictadura

Brasil es el único país sudamericano donde no hubo un “Nunca Más” a la dictadura militar, ni juicios a los militares -ningún torturador fue preso y Bolsonaro se dio el lujo de alabar al torturador de Dilma- y civiles del régimen. En el imaginario colectivo representó el lanzamiento de Brasil como potencia regional, con grandes obras de infraestructura y un crecimiento económico sostenido… hasta que llegó el estancamiento.

En esa época el general Golbery do Couto e Silva delineó la nueva geopolítica brasileña que convirtió al país en potencia regional -el subimperialismo del que hablaba Paulo Schilling-. Se sucedieron gobiernos “democráticos”, pero la dictadura siempre se sostuvo soterrada, la policía siguió militarizada, nadie osó tocar el poder castrense dejando en el camino las pretensiones hegemónicas de los militares brasileños. Pero Bolsonaro no sólo alabó a torturadores sino que lanzó ataques permanentes contra homosexuales, mujeres, negros e indios. No fue el único: hasta José Antonio Dias Toffoli, el presidente del Supremo Tribunal Federal, elegido por el PT, en lugar de hablar de dictadura, prefirió referirse al “movimiento de 1964”. El PT, que cuando Lula dejó el gobierno ostentaba un 84% de aprobación, no consiguió (ni intentó) terminar con la dictadura ni cambiar las estructuras del Estado.

Si bien Bolsonaro estuvo tentado de elegir como vice al “príncipe” Luiz Philippe de Orléans e Bragança, descendiente de familia imperial portuguesa, optó por el verborrágico y ultraderechista general Hamilton Mourão, cuyas banderas de campaña fueron la eliminación del aguinaldo y la redacción de una nueva Constitución por notables, sin participación ciudadana.

 

Corrupción, inseguridad, Venezuela: jugar con el miedo 

Los temas de corrupción e inseguridad están en el centro de las cuestiones planteadas, con mucha influencia en las decisiones de los electores. Ambos problemas son reales pero han sido construidos de tal manera para que siembren el miedo y favorezcan políticas represivas; sirven al objetivo de despolitizar a la sociedad y dejar que solo el poder económico pueda gobernar e imponer sus criterios, obviamente al servicio de sus intereses. 

La corrupción incluye los recursos necesarios para el financiamiento de un sistema político que deja afuera a quienes no tengan mucho dinero y su aprovechamiento por parte del sistema imperial de dominación que, de esa manera, se evita tener que adoptar otras formas de intervención que lo dejarían al descubierto. Esa circulación de dinero ilegal crea las condiciones para el enriquecimiento de la dirigencia que maneja esos recursos.

 

Los movimientos populares siempre reivindicaron el valor de la ética en el manejo de la cosa pública, pero ese valor se fue deshilachando cuando les tocó ser gobierno, recuerda el dirigente social argentino Juan Guahán. Esto constituye un acto de traición a los intereses que dicen defender y al sentido de los cambios que –en sus discursos- proponen realizar, añade.

 

El tema de la inseguridad -64 mil muertos en 2017- es una de las claves de las políticas de dominio de los poderosos: cuatro de cada cinco informaciones de los medios hegemónicos –no sólo en Brasil- se refieren a asuntos policiales, con el fin de estigmatizar a los pobres, fortalecer las políticas represivas y multiplicar la desconfianza y descreimiento en un sistema político institucional, que por méritos propios es cada vez más decrépito.

Antes de aspirar a la presidencia , Bolsonaro intentó producir un polémico filme de 26 minutos, difundido por youtube, con el título “Venezuela: um alerta para o Brasil”, que relata una cobarde conspiración comunista con el propósito de tomar el control de la mayor democracia latinoamericana para tornarla en un infierno bolivariano. “Es posible que Brasil se convierta en la Venezuela del mañana”, tuiteó Bolsonaro, con un link a su filme.

En sus primeros comentarios tras el triunfo del 7 de octubre, Bolsonaro señaló que había sólo dos caminos para los electores: el suyo, de prosperidad, libertad y santidad, o el de Haddad, “el amigo de Venezuela”. Campañas similares se usaron para derrotar al candidato centroizquierdista Gustavo Petro en Colombia, acusado de “castrochavista”.

Ante esta arremetida de Bolsonaro fue el ex presidente Fernando Henrique Cardoso,  acérrimo crítico del PT y  de Lula, quien calificó de “exagerados” los alegatos sobre la “amenaza comunista”. Haddad, acosado por periodistas extranjeros, reafirmó el compromiso del PT con el principio de no intervención en los asuntos internos de otros países: “La respuesta no son más balas, más bases militares, más guerra… el continente necesita más cooperación”.

 

El anunciado fin del “lulismo”

El sociólogo Raúl Zibechi recuerda que junio de 2013 fue el momento decisivo, el que formateó la coyuntura actual, desde la caída de Dilma hasta el ascenso de Bolsonaro. En ese momento comenzaron las manifestaciones de jóvenes estudiantes urbanos contra el aumento de las tarifas del transporte urbano, que encontraron la reacción brutal de la policía militar, que tuvo inmediata respuesta de miles de ciudadanos en 353 ciudades del país.

Era el primer aviso en reclamo de mayor igualdad, exigiendo “un paso más en las políticas sociales que se venían aplicando, lo que implicaba tocar los intereses del 1% más pudiente del país”. La que sí supo interpretar la situación fue la ultraderecha. En cambio la izquierda, los movimientos sociales, vaciaron las calles en junio de 2013 y se las dejaron a una derecha que desde las vísperas de la dictadura había perdido toda conexión con las multitudes.

Luego vinieron las multitudinarias manifestaciones contra el gobierno del PT, la ilegítima destitución de Dilma, la multiplicación de los sentimientos contra los partidos y el sistema político y, finalmente, Bolsonaro, con el telón de fondo de la crisis económica.

El anunciado fin del “lulismo” tiene su raíz en la crisis económica del 2008, que derrumbó los precios de los “commodities” y en las movilizaciones de 2013, que rompieron “de facto” el consenso trabajadores-empresarios  y el esquema de coalición para gobernar, existente entre sectores de izquierda y varios grupos de centroderecha como el PMDB.

Esta coalición se rompió en 2014 cuando la derecha llenó el congreso y logró, finalmente, el juicio político y la destitución de Dilma, mientras se desmoronaba la socialdemocracia de Fernando Henrique Cardoso: su candidato Geraldo Alckim apenas logró el 4% de los votos y su base social emigró a Bolsonaro. El PSDB, que fuera el rival más fuerte del PT desde 2002, perdió toda relevancia, así como el MDB y el DEM, la base de la derecha neoliberal.

El intento de Dilma de calmar al poder fáctico  al asumir su segundo gobierno en 2015 con un ajuste fiscal, terminó por dinamitar las conquistas sociales de la década anterior. El descontento social fue capitalizado por la derecha radical, alimentada diariamente por la prensa hegemónica y las redes sociales.

Durante más de una década el desarrollismo “lulista” proporcionó bienestar a las grandes mayorías y enormes ganancias a la gran banca, pero el modelo se agotó cuando ni siquiera intentó realizar cambios estructurales en el país, temeroso de afectar al poder fáctico. Claro, ponía  en riesgo los miles de cargos estatales y todos los beneficios materiales y simbólicos que conllevan. El PT mostró su incapacidad de cambiar su estrategia, la derecha sí lo hizo.

La paz social era la clave del consenso entre trabajadores y empresarios, así como de un “presidencialismo de coalición” que albergaba partidos de izquierda y de centro derecha, pero las consecuencias de la crisis económica de 2008, que derrumbó los precios de las “commodities” y derechizó a las elites, junto a las jornadas de junio de 2013 que hicieron añicos la paz social y enterraron el llamado “consenso lulista”.

Lo cierto es que el “lulismo” no fracasó, sino que se agotó. Durante una década había proporcionado ganancias a la mayoría de los brasileños, incluyendo a la gran banca, que obtuvo los mayores dividendos de su historia. Pero el modelo desarrollista había llegado a su fin, ya que se había agotado la posibilidad de seguir mejorando la situación de los sectores populares sin realizar cambios estructurales que afectaran a los grupos dominantes. Algo que el PT aún se niega a aceptar.

En el terreno político, la “gobernabilidad lulista” se basaba en un amplio acuerdo que sumaba más de una decena de partidos, la mayoría de centro derecha liberal como el PMDB y el DEM. Pero esa coalición se desintegró durante el segundo gobierno de Dilma, entre otras cosas porque la sociedad eligió en 2014 el parlamento más derechista de las últimas décadas, que fue el que la destituyó en 2016.

Otra consecuencia del ascenso de la derecha más conservadora, es la crisis de la socialdemocracia de Cardoso: su candidato Geraldo Alckmin apenas alcanzó el 4% de los votos. El PSDB perdió toda relevancia, y eso desnuda la crisis del partido histórico de las elites y las clases medias blancas urbanas. Su base social emigró a Bolsonaro.

 

La izquierda sin estrategia

Lo que se viene ahora es una fenomenal ofensiva contra los derechos laborales, contra la población negra e indígena, contra todos los movimientos sociales. Con o sin Bolsonaro, porque su política ya ganó y se ha hecho un lugar en la sociedad y en las instituciones.

No es un caso aislado. La ministra de Seguridad argentina Patricia Bullrich, acaba de lanzar su propio exabrupto, esta semana en una entrevista televisada, al vincular los movimientos sociales con el narcotráfico, abriendo de ese modo el grifo de la represión. Se trata de desviar el sentimiento de inseguridad hacia los actores colectivos que resultan obstáculos para implementar medidas más profundas contra las economías populares y la soberanía estatal sobre los bienes comunes.

Para el supuesto que Haddad logre remontar el resultado adverso del domingo pasado, Brasil seguirá una ruta semejante a la que tuvieron Lula y Dilma, pero con características particulares. Ese gobierno, tendrá mucho menos poder y estará sometido al constante acecho de este nuevo liderazgo de un conservadorismo militante y reaccionario. 

A ello habrá que agregarle la presencia amenazante de una estructura militar fuertemente comprometida con una candidatura surgida –según analistas- de la entrañas de la inteligencia militar. Todos esos antecedentes le darían un fuerte clima de inestabilidad institucional a un eventual gobierno del PT.

 Paulo Guedes, quien ha sido presentado como el próximo ministro de Economía de Bolsonaro, ahora cuestionado por hechos de corrupción, es un liberal clásico, también formado en la Escuela de Chicago. Su política puede chocar con cierto “nacionalismo” de Bolsonaro y de algunos núcleos de sectores militares. 

 Se trataría de un gobierno de los BBB -buey (ganado), biblia y bala-, por la fuerza que tendrían los tradicionales terratenientes y dueños del poder, por la presencia decisiva de los sectores evangélicos integrantes de la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD), expulsada en1992 del seno de la “Alianza Evangélica de Iglesias” por sus actividades “non sanctas”; y por el anunciado carácter represivo del que hace alarde y promueve Bolsonaro. 

De ganar Bolsonaro –incluso de no lograrlo-, se vendrá una fenomenal ofensiva contra los derechos laborales, contra la población negra e indígena, contra todos los movimientos sociales, porque su política ya ganó y se ha hecho un lugar en la sociedad y en las instituciones.  Bolsonaro no alcanzó aún a la ministra argentina de Seguridad, Patricia Bullrich, quien vinculó los movimientos sociales con el narcotráfico, abriendo de ese modo el grifo de la represión.

Se trata de desviar el sentimiento de inseguridad hacia los actores colectivos que resultan obstáculos para implementar medidas más profundas contra las economías populares y la soberanía estatal sobre los bienes comunes, afirma Zibechi.

El cientista político César Benjamin señaló al portal Piauí su temor de que un gobierno de Boslonaro sea peor que el gobierno militar. “Hay una movilización de grupos, de masas que lo apoyan, que el régimen militar nunca tuvo. Una vez que llegue a la presidencia, un hacendado de Pará puede entender que llegó la hora de lanzar sus pistoleros, un policía que participa de un grupo de exterminio entenderá que puede ir más lejos.: “El sistema vigente de los años 80, especialmente desde la Constitución de 1988, ya no existe más”.

Es sabido que Argentina tiene en Brasil a su principal socio comercial. Esa situación puede cambiar o sufrir un severo deterioro si –finalmente- ese eventual gobierno decide dinamitar o profundizar la decadencia del Mercosur.

 

Hay dos formas de pararse ante la segunda vuelta. Desde la óptica de los partidos, sus plataformas electorales y lo dicho por sus dirigentes, surge que Haddad tendría buenas posibilidades de revertir el resultado. Si bien son pocos los que han pedido a sus adherentes que voten a Haddad, la mayoría de ha manifestado públicamente su oposición a Bolsonaro. Ese sería el modo racional, “políticamente correcto”, de analizar la realidad y Haddad tendría posibilidades.

 

Pero hay otra forma de mirarla, colocando el eje más en los aspectos emocionales y ese es el modo que Bolsonaro ha planteado su campaña. Uno de sus spots más difundidos dice: “o mito llegou e o Brasil acordou”, mientras un coloso de piedra se despereza ante una población emocionada que sale a ver ese fenómeno y donde se escucha “ordem e progresso, eu quero pra mi país” y se ve, al fondo, el lema “o gigante nao esta mais adormecido”.

 

Frente a ese despliegue emotivo y en un marco muy crítico a los partidos conocidos es –lamentablemente- poco probable que el racionalismo partidario, que puede reunir Haddad, logre quebrarlo, descontando los 18 millones de votos que los separaron en la primera vuelta.  Pero el “voto útil” llegó a su máximo potencial: Bolsonaro se sintió frustrado de tener que disputar la segunda vuelta y suspendió la fiesta de celebración programada.

Esta ventaja no es estática: no hay automatismo en la escogencia de inmensas parcelas del electorado y por ende, la elección está abierta y es realista la posibilidad de Haddad venza a Bolsonaro. Una semana antes de la primera ronda, unos 20 millones de ciudadanos aún no tenía definido su voto. El “efecto manada” del voto útil derritió las principales candidaturas antipetistas (Marina Silva y Geraldo Alckmin), ayudó al crecimiento de Bolsonaro y generó resultados sorprendentes, como la elección inesperada de ciertos gobernadores, diputados y senadores.

Si uno sigue con la numerología, la votación de las candidaturas no-antipetistas:  (Haddad, Ciro Gomes, Ghillerme Boulos, Vera Lucía, Goulart) totalizaron 45,4 millones de votos (42,36%), 13,7  millones menos que los estimados el 20 de agosto cuando Lula aún mantenía posibilidades. Hoy, segmentos del antipetismo rechazan las barbaridades de Bolsonaro y sus prácticas truculentas y odiosas, lo que permite pensar que parte de ellos puede votar nulo, no votar, e incluso votar por Haddad.

 

Anticomunistas sin comunistas 

Uno de los dramas del progresismo en nuestra región es que ha dejado a mitad de camino la transformación económica, la revolución cultural, la transferencia del poder a los ciudadanos, el ejercicio de nuevos tipos de gestión política, de gobierno, sin olvidar los vicios atávicos propios del poder: corrupción, nepotismo, tráfico de influencias, soberbia, prepotencia, autosuficiencia, dice Néstor Francia.

 

Mientras, la convivencia y connivencia con los usos electoralistas, propagandísticos y organizativos de los factores de la democracia burguesa, terminó por confundirlos con la derecha en la percepción popular que los considera tan “políticos” como los de la derecha, en el peor sentido de la palabra.

 

Los medios hegemónicos de información han  impuesto el imaginario de que en todas las sociedades de nuestra región impera la sensación de desorden, anarquía y “crisis

multidimensional”, donde se mueven poderosas bandas delictivas, con participación de policías y militares organizadas (como las milicias verdes de Bolsonaro), que practican el chantaje, el soborno, el contrabando, el tráfico de drogas, el sicariato, el paramilitarismo. Por eso cala tan hondo el discurso que ofrece “orden y “autoridad”.

Es innegable que Bolsonaro conquistó una inmensa base social. Su discurso de odio y violencia fue capturando las insatisfacciones desde jóvenes hasta las “viudas de la dictadura”, desde las periferias hasta las elites, bajo el aplauso de los vendedores de armas. Responsables de la construcción de la polarización social en el país, Globo y también la pentecostal Red Record diseminaron el antipetismo, reaplicando su vieja receta de anticomunismo básico.

Un tuit del investigador argentino Andrés Malamud, habla de “la paradoja brasileña: elegir a un fascista de verdad, creyendo que es de mentira, por miedo a un comunismo de mentira que creen que es de verdad”. Es mucho más que un juego de palabras: quizá resume el drama que se vive hoy en Brasil.